Cuando de dinero se trata, la junta militar no se anda con chiquitas. En nombre del socialismo ocupan cualquier rincón de la isla que les pueda reportar moneda dura.
El enemigo a conquistar es el dólar. El campo de operaciones es amplio. Un espacio de poco más de seis kilómetros cuadrados de superficie y un trazado urbanístico semejante a un gran lente biconvexo.
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La parte antigua de La Habana es como un viejo truco: todas las calles terminan en el mar. Entre callejuelas estrechas, la música a toda mecha, tipos que parecen estatuas en las esquinas a la caza de forasteros, bicitaxistas que maniobran sus vehículos como en una carrera de obstáculos, niños con biotipo de beisbolistas jugando fútbol con balones desinflados y camisetas piratas de Messi, CR7 o Neymar. Y, desde luego, el bullicio a toda hora.
Pregones, mulatas pasadas de peso vestidas como gitanas, libreros privados, pícaros de ocasión y jineteras perfumadas. La Habana Vieja es una caja de caudales donde todos quieren coger un trozo del pastel. Por las calles adoquinadas de postal turística caminaron desde Barack Obama hasta Beyoncé.
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En ese teatro vernáculo ya montó su puesto de mando el empresariado militar. Oficiales estirados que en túneles soterrados preservaron obuses, Migs-23 y torpederas Konsomol de la era soviética, sustituyeron las toscas cantimploras por vajilla fina y el rancho de cuartel por comida gourmet. Y para citas puntuales guardaron los calurosos uniformes verde olivo por inmaculadas guayaberas importadas de Colombia o Miami.
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