Gente de toda Venezuela persigue esta ruta aérea para acercarse más rápido a San Antonio y emigrar. Muchos están conociendo el Táchira, fugazmente, solo porque se van.
La Nación
En los (pocos) vuelos de Maiquetía a La Fría algunos llevan una callada procesión interna. Son esos que comprimieron sus vidas en una maleta de 23 kilos. Son nuevas gotas en esta lluvia migratoria de la cual Dios no cierra el grifo.
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Alberto tenía el asiento 25-A. Al verlo ocupado, se afanó a mostrar la tarjeta de embarque, aunque al final no hubo necesidad de demostraciones. Esa joven de ojos claros esperaba a quien sea que fuere el pasajero asignado para hacerle un planteamiento:
—Hola, yo sé que no voy aquí -se apresuró a decirle-. Lo que pasa es que en la cola para abordar me conseguí con una chama que nunca se ha montado en un avión y está súper miedosa. Te quería pedir si por favor puedes cambiar de puesto con ella…
Alberto pensó en la aerofobia. Algo normal. Pensó incluso en esa amiga y colega con la cual ha viajado por razones de trabajo, pero nunca pensó en el resto de la petición:
—Es que las dos nos vamos hoy del país. Estamos solas y creo que así nos podemos acompañar.
Accedió. Antes, en el web check-in, Alberto había escogido un asiento de la letra A para ver si, pegado a la ventana, podía divisar una vez más el pico Bolívar con la suerte de un cielo despejado. ¿Qué importa una estampa fugaz, que podrá volver a repasar luego, cuando se puede ayudar a dos venezolanas a vivir mejor sus últimas horas en Venezuela hasta quién sabe dentro de cuánto tiempo?
La joven de ojos claros es una periodista que vivía y ejercía en Monagas. Su destino era Argentina. Y el de su nueva conocida, la del susto a volar, a Ecuador.
—Se llama Michel y está de suéter blanco -le indicó.
Alberto caminó hasta ella, en la fila 10, para invitarla personalmente a mudarse de la soledad a la compañía. La encontró sollozando, con el WhatsApp abierto en su celular y con una cara de tristeza muy difícil de ocultar. Se lo agradeció y avanzó, rápida, hasta la fila 25. Luego del despegue, volteó empujado por la curiosidad y la observó más tranquila, escuchando a su compañera.
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Horas después, en la ruta de transporte público La Fría – San Cristóbal del domingo 22 de abril, un joven se sentó al lado de Alberto.
—¿De La Fría a San Cristóbal, cuánto tiempo es? ¿Y de San Cristóbal a San Antonio? -preguntó el joven, con ese acento propio del centro del país.
Se llama Carlos. Desde Maracay -se lo confirmó luego- también se disponía a partir de Venezuela junto a su esposa, sentada diagonal a él. De ambos, a Alberto le llamó la atención que sus maletas no tenían el acostumbrado plástico transparente que las recubre de la inseguridad interna de los aeropuertos.
—Allá en el mostrador me dijeron que si no pensaba envolver las maletas. Yo les dije que no me importa, que lo único con lo que me voy es con ropa vieja y sucia, que si querían que se robaran eso -contó Carlos.
Las maletas, un recuerdo fresco en la memoria de su sobrino más querido y 300.000 bolívares en efectivo que repagó para cada uno. Carlos y su mujer emigraron ligeros de equipaje.
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Mientras Alberto, como buen tachirense, le iba contando la historia del rompecabezas por nadie concluido que es la autopista San Cristóbal – La Fría, entendió que, como ellos, quién sabe cuántos venezolanos están conociendo el Táchira solo por causa de migración. La carretera, San Cristóbal y Táriba a lo lejos, Capacho, la avenida Venezuela… son los últimos colores y olores a patria de tantos que por este rincón la abandonan.
El destino de Carlos era Bogotá, como lo era el del señor que hablaba desde el asiento de atrás. Cuando en Copa de Oro -una redoma, pocos kilómetros antes de San Cristóbal- el chofer preguntó quiénes eran los que se iban del país, para que de una vez hicieran trasbordo con otro transporte fronterizo estacionado en esa redoma, Carlos y su esposa, el señor de atrás y otros siete levantaron la mano y luego sus cosas. Se bajaron.
Ese bus empezó su ruta totalmente llena y la terminó parcialmente vacío. Entonces Alberto pensó que ese bus era una suerte de Venezuela a escala. Ausente de tantos que se bajaron en el camino para cambiar de ruta. Y para seguir, desde lejos, la procesión del desarraigo.
Vía: La Nación