Ningún gobierno se proclama derrotado hasta el mero momento de dejar de serlo. No se conoce dictador alguno en la historia que admita estar perdido hasta el mismo instante de abordar la escalerilla del avión que le lleve a un exilio, renunciar o suicidarse.
Antonio A. Herrera-Vaillant/El Político
Las balandronadas y amenazas de una dictadura en crisis pueden impresionar a los más cándidos, pero no son más que un desesperado intento de preservar los últimos reductos de fanatismo que rodea a tales satrapías. Sin semejantes despliegues no encontrarían siquiera quien les sirviese un cafecito en su palacio o bunker.
Es profundo error de algunos analistas considerar que un régimen se ve fortalecido cuando comete atrocidades impunemente. La historia tiende a mostrar todo lo contrario: Es precisamente en los estertores de una dictadura cuando se exacerba el número de crímenes y barbaridades.
El fin del destructivo sistema entronizado en Venezuela ya fue decretado por la comunidad internacional democrática con la decisión colectiva de más de 50 naciones – ninguna de ellas regida por títeres – de reconocer la legítima autoridad del poder legislativo de esta nación frente a un pequeño grupo delictivo que por fuerza bruta intenta mantener su control sobre los destinos de toda la sociedad.
Tales decisiones – como el reconocimiento a Juan Guaidó – no las toman tantos países a la ligera – sencillamente porque no tienen vuelta atrás sin un alto costo político para los mismos que se lo han otorgado.
Las cartas están echadas, pero el remate dependerá siempre de cuál de las partes en conflicto cometa más o menos errores e imprudencias.
El fracaso de un delirante proyecto personal ahora descabezado siempre ha sido previsible, y han sido apenas los errores de algunos adversarios – entre ellos algunos diletantes con abundancia de soberbia y severa escasez de criterio político – lo que ha prolongado su grotesca y patética existencia.
La locura entronizada en Venezuela hace 20 años hace rato que carece de liderazgo o respaldo popular masivo. Se ha mantenido a punta de plomo y plata, y ahora los cobres desaparecen vertiginosamente. Les queda apenas la fuerza de algunas armas y un horizonte sin opciones apetecibles.
El recurso al terror parte de profundas inseguridades, y es importante indicio de un mando severamente desquiciado. Y no hay nada más demencial para un régimen militar que torturar oficiales activos.
Vendrán más horrores, que al final serán errores, hasta que con el batir de las alas de una silenciosa mariposa algún evento inusitado rebase la copa y desencadene el remate final.