Estados Unidos asiste en las últimas semanas al hecho insólito de que un político que se define como «socialista», Bernie Sanders, se sitúe como un serio aspirante a disputar a Donald Trump la Casa Blanca.
El Político
Al contrario que en Europa, donde forma parte del paisaje político, ese término despierta tradicionalmente recelos en gran parte de la población. Sin embargo, no es ajeno a la historia estadounidense y llegó a haber un movimiento obrero mucho más importante de lo que hoy día se podría pensar. E incluso emergió un partido socialista de relativo éxito.
Pese al bipartidismo imperante, EE.UU. no siempre ha estado dividido entre demócratas y republicanos, sino que la realidad es mucho más rica. En las primeras décadas de la joven nación surgida de la guerra de la independencia contra los británicos (1775-1783), el pulso por el poder era entre el llamado Partido Federalista de Alexander Hamilton, que abogaba de unas instituciones centrales fuertes, y el Partido Demócrata-Republicano de Thomas Jefferson, defensor de los derechos de los estados.
De este último acabaría surgiendo el actual Partido Demócrata en 1826, que durante mucho tiempo encarnó el ideario conservador y tuvo su feudo en los estados sureños. Enfrente se situaba el Partido Whig, del que a su vez saldría en 1854 el Partido Republicano, abanderado de la abolición de la esclavitud y con el presidente Abraham Lincoln como figura emblemática.
«Los partidos de masas fueron muy tempranos –explica a ABC la catedrática de Historia Contemporánea de la Universidad de Valencia Aurora Bosch– y como tales ampliaron su composición conforme se extendía el voto y tenían una organización y una acción política dirigida a captar el voto de las nuevas mayorías. Eran y son grandes coaliciones, que incorporan en sí mismo distintas fracciones».
«En el caso del Partido Demócrata, ya en 1826 fue capaz de incorporar las demandas de los primeros partidos de los trabajadores de las principales ciudades del este» y «a la vez representaba los intereses de los inmigrantes irlandeses de Nueva York, de los plantadores en el sur, de los agricultores familiares del oeste…», destaca Bosch, autora de «Historia de Estados Unidos 1776-1945)» (Crítica, 2005). Además, explica, «estos partidos de masas tempranos eran los que gestionaban un estado federal muy débil y daban un sentido nacional», por los que «se les llamaba partidos constituyentes».
Tras la guerra civil (1861-1865), la industrialización, el desarrollo económico y la explosión demográfica se extendieron por todo el país a lomos del capitalismo y el libre mercado. Era la «edad dorada» de las grandes corporaciones y multimillonarios magnates como John D. Rockefeller, Andrew Carnegie o J. P. Morgan. Pero también la época de la avalancha migratoria y los conflictos sociales.
Ya en la década de 1860 se desató en las minas de carbón de Pensilvania una ola de palizas, asaltos y asesinatos de los que se acusó a los llamados Molly Maguires, sociedad secreta de inmigrantes de origen irlandés que se sentían discriminados frente a los nativos. En unos juicios de dudosa limpieza, los culpables fueron condenados y diez de ellos ejecutados en 1877, lo que marcó el fin de esa organización.
Pero ese mismo año una gran huelga ferroviaria convocada por los recortes de salarios fue secundada por 100.000 trabajadores y paralizó buena parte del tráfico de mercancías del país. Visto por muchos como el principio de una insurrección comunista, el paro fue duramente reprimido por tropas federales, milicias estatales y ejércitos privados de las empresas, y se saldó con un centenar de muertos.
En 1876, justo un siglo después de la Declaración de Independencia, se había formado el Partido de los Trabajadores de Estados Unidos (WPUS, por sus siglas en inglés), el primero de corte marxista en el mundo tras el SPD alemán, según apunta Aurora Bosch en su obra sobre la historia estadounidense. Al calor de la huelga ferroviaria, creció su activismo y se rebautizó como Partido de Trabajadores Socialistas (SLP).
El auge de los Caballeros del Trabajo
Pero la organización que más aprovechó este auge del movimiento obrero fue la noble y sagrada Orden de los Caballeros del Trabajo, o Knights of Labor, que en la década de 1880 llegó a superar los 700.000 miembros, en torno a la décima parte de la fuerza laboral de EE.UU. Tenía «una ideología de republicanismo de clase obrera, adaptado a las condiciones de 1880 e impregnado de socialismo», sostiene la profesora Bosch. «Aunque seguían creyendo que el trabajo asalariado era una amenaza para la república porque se creaba una serie de ciudadanos dependientes –señala en el libro–, no trataban de volver a la época de los pequeños productores independientes, sino de extender la democracia al lugar de trabajo, como la única forma de mantener la república como régimen de gobierno, a través de la garantía de los derechos de los trabajadores y de su participación en los beneficios».
Sin embargo, el fracaso en marzo de 1886 de la tercera huelga de los Knights contra el magnate ferroviario Jay Gould, que «el mago de Wall Street» reventó gracias a los detectives de la siniestra Agencia Pinkerton, marcó el comienzo del declive de la Orden. A ello se añadieron los sucesos del 1 de mayo de ese año en Haymarket Square, en Chicago. Aquel día los anarquistas protestaban contra la muerte de cuatro huelguistas por la Policía y en medio de un mitin se lanzó una bomba contra los agentes, siete de los cuales murieron, entre otras víctimas. El miedo a la revuelta comunista se disparó y el respaldo a los Caballeros del Trabajo cayó en picado.
En memoria de los trágicos episodios de Haymarket se instituyó el 1 de mayo como Día Internacional de los Trabajadores, que aún hoy sigue celebrándose en buena parte del mundo, aunque, curiosamente, no en Estados Unidos.
Aquel mismo 1886 se fundó la Federación Americana del Trabajo (AFL), que encarnaba un nuevo sindicalismo de trabajadores cualificados más pragmático, conservador y alejado de la ideología y la acción política. El socialismo y el radicalismo revolucionario pasaban a percibirse como propios de extranjeros, ajeno al espíritu estadounidense.
Con todo, en la década de 1890 no desapareció la tensión social. En esos años EE.UU. sufrió la peor crisis económica de su historia hasta entonces y en 1894 se organizó una huelga nacional del ferrocarril de la que emergió la figura de Eugene Debs, llamado a liderar lo que sería el Partido Socialista Americano, fundado en 1901. Este partido, que buscaba entroncar con la tradición política emanada de la revolución de 1775, logró superar los 900.000 votos en 1912, el 6% del total, en las elecciones persdienciales. Pero ese fue su techo, porque la mayoría de los ciudadanos seguían acudiendo a los partidos tradicionales en busca de la respuesta a sus demandas. Además, llegaron la I Guerra Mundial y la Revolución bolchevique de 1917, lo que trastocó el panorama y desató el miedo a la «amenaza roja», lo que acabó por condenar al Partido Socialista Americano.
En 1919 se formó el Partido Comunista, aunque solo a partir de la depresión de los años 30 conoció cierto relieve. En todo caso, el conservadurismo de la AFL y, más aún, las guerras mundiales reforzaron el sentimiento patriótico y capitalista, de modo que ni socialistas ni comunistas lograron cuajar como en Europa.
En el fracaso de los socialistas influye, según Aurora Bosch, «por un lado la hegemonía ideológica del liberalismo con la que es difícil luchar» en el país, y por otro la tendencia, «desde la aparición del movimiento obrero más másivo», de «identificar socialismo como extranjerismo y por tanto considerarlo antiamericano». En su opinión, «esto es clave, aunque hubiera un socialismo como el de Debs que entroncaba la tradición política radical americana -es decir profundamente democrático mucho más que los europeos- con la lucha de clases».
En relación a esto, Bosch destaca también «la fortaleza de la respuesta empresarial, judicial y estatal y federal contra el primer conato de organización del movimiento obrero ya en el siglo XIX».
La exclusión de la minoría negra
A todo ello añade que «el sector más oprimido y pobre de la población, la minoría negra, quedaba generalmente excluido de esta lucha, por su propia opresión en el sur, por el racismo de los sindicatos en el norte, hasta los años treinta, en que si se incorporaron al sindicalismo del CIO y el para el Partido Comunista fue un objetivo principal de acción». «Pero entonces ya se integraron en la Coalición Roosevelt del Partido Demócrata», anota.
En la actualidad, reflexiona la especialista, «la asociación de socialismo y radicalismo en general con antiamericanismo puede aún ser utilizada como sabe subliminal o burdamente por la campaña del Partido Republicano y seguro que seguirá siendo eficiente, en parte también por cómo los estadounidenses se ven a sí mismos», señala en referencia a «la importancia de la no intromisión del estado federal y la convicción de que nadie defenderá sus intereses mejor que ellos mismos, así como el tema de la responsabilidad individual en un sentido amplio, incluido labrar su propia suerte».
Sin embargo, sí percibe un cambio en la percepción del termino socialista en la sociedad estadounidense, ya que «estamos en un nuevo escenario político tras la recesión». «Lo hemos visto con el Partido Republicano y Trump -explica-. Lo vimos en la campaña de 2016 con Sanders y lo estamos viendo en esta campaña. En efecto, parece que para muchos votantes demócratas, tras la desigualdad con que se ha resuelto la gran recesión, medidas características de un socialismo democrático -más moderadas incluso que las europeas- no les parecen desde luego antiamericanas».
Fuente: ABC