Hace apenas unas semanas, la panorama lucía tétrico para el Presidente de Turquía, Recep Tayip Erdogan. Con la economía de su país en muy mal estado, las encuestas vaticinaban que no lograría la reelección. Por tratarse de un mandatario cuyo talante autoritario ha producido no pocas denuncias de persecución política, perder el poder podía representar un costo personal alto.
Alejandro Armas/El Político
Pero al final fue el candidato más votado en la primera vuelta, hace dos semanas. El domingo pasado ganó también el balotaje, lo que le da un nuevo mandato de cinco años. Lo logró explotando diferencias culturales dentro de la sociedad turca, que opacaron el tema del malestar económico.
¿Qué implicaciones tiene esta reelección dentro y fuera de Turquía, un jugador de peso en la geopolítica contemporánea? Veamos.
El mandamás y la polarización
Probablemente el rasgo más destacado de la política turca en los más de 20 años de gobierno que lleva Erdogan es el deterioro considerable de las instituciones democráticas. Erdogan ha puesto al poder judicial y a los medios del Estado bajo su control. También perseguido a detractores políticos y a periodistas independientes.
Este nuevo espaldarazo a su gestión pudiera alentar nuevas prácticas autoritarias. Los mandatarios en regímenes híbridos (a medio camino entre una democracia y una autocracia) a menudo se radicalizan luego de victorias electorales. Es lo que pasó, por ejemplo, con Hugo Chávez a partir de 2006.
Sin embargo, entre más contundente sea la victoria, mayor margen de maniobra tiene el mandatario para proceder por esa vía. Erdogan ganó, pero no de forma contundente. De hecho, este fue el mejor resultado que ha obtenido la oposición. La diferencia entre el Presidente y su rival en el balotaje, Kemal Kiriçdaroglu, fue de solo cuatro puntos porcentuales. Es evidente entonces que el país está muy polarizado. Una radicalización con medio país en contra es bastante arriesgada.
Erdogan puede seguir apostando a que su defensa del conservadurismo nacionalista en medio de las disputas culturales turcas (contra sectores más seculares y occidentalizados) mantenga íntegra su base de apoyo. Pero hay un límite para esas tácticas si la economía se sigue deteriorando.
El socio problemático
La prolongación del gobierno de Erdogan supone la continuidad del papel que Turquía ha venido desarrollando en la convulsionada geopolítica contemporánea. Tanto de gran potencia regional en el Medio Oriente (junto con Arabia Saudita e Irán) como de potencia intermedia en un contexto eurasiático.
Ese papel se caracteriza, sobre todo en el caso regional, por un intervencionismo activo, acorde con la romantización del pasado imperialista otomano que es parte de la ideología oficial de Erdogan. Así, por ejemplo, Turquía participa militarmente en la Guerra Civil Siria, apoyando a la oposición armada al régimen de Bashar Al Assad. Pero también para combatir a militantes kurdos que Turquía considera como una amenaza para su seguridad nacional, debido a movimientos separatistas de este grupo étnico dentro del Estado turco. Turquía también es uno de los principales soportes de una de las facciones en la Guerra Civil Libia.
En cuanto al nuevo conflicto entre las democracias occidentales y Rusia, el gobierno de Erdogan se caracteriza por la ambigüedad. Aunque Turquía es miembro de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), némesis de Moscú, se ha negado a unirse a sus socios imponiendo sanciones a Rusia por su agresión a Ucrania. Históricamente, aunque ha habido momentos de tensión, Erdogan en general ha mantenido trato cordial con su par ruso, Vladimir Putin.
Aparte, Turquía es el mayor impedimento para la expansión de la OTAN hoy. Por meses bloqueó el ingreso de Finlandia, aduciendo que ese país es muy tolerante con los militantes kurdos que Erdogan ve como enemigos. Sigue haciendo lo mismo con Suecia. Por otro lado, su neutralidad ante la guerra en Ucrania ha tenido algunos beneficios. El principal, su mediación en un acuerdo para que Rusia permita la exportación de granos ucranianos, mitigando así una escasez global que podría producir más hambre en países pobres.