Para muchos, la apertura de China al capitalismo internacional, a partir de la década de 1980, sería el preámbulo de su ingreso a la comunidad de las democracias del mundo. Como sabemos, la historia resultó ser otra.
El Político
Más bien, las nuevas relaciones económicas extremadamente amplias entre China y Occidente crearon una suerte de codependencia que dificulta al segundo presionar a favor de la democracia y los DD.HH. en la primera.
En menor escala, otra autocracia asiática ha hecho algo parecido: Arabia Saudita. Hace cuatro siglos el escritor español Francisco de Quevedo señaló que “poderoso caballero es Don Dinero”. La Dinastía Saud, que gobierna el reino árabe desde su fundación, vaya que ha sabido poner en práctica tal observación.
Regando capital por doquier
Según reporta la revista británica The New Statesman, el último año ha sido particularmente rico en inversiones sauditas en Occidente. Esto lo calificó como un “tsunami de poder blando”. El ejemplo de más alto perfil es la fusión multimillonaria de la liga de golf saudita LIV con el PGA Tour, el gran organizador de torneos de golf profesional en Norteamérica.
“El dinero ofrecido fue suficiente para superar cualquier reserva que tuvieran los ejecutivos del deporte”, dice la revista, al parecer en alusión a los reportes de violaciones de DD.HH. en Arabia Saudita.
El fútbol presenta otros casos, como la adquisición del equipo inglés Newcastle United en 2021. Actualmente, su presidente no es otro que Yasir Al Rumayan. Ni más ni menos que el gobernador del Fondo Público de Inversión, el fondo soberano de Arabia Saudita.
Además, como indica The New Statesman, la Liga Profesional Saudita ahora compite con China y EE.UU. como el lugar donde los futbolistas pasan los últimos años de sus carreras. Estrellas del calibre de Cristiano Ronaldo y Karim Benzema se han mudado recientemente a Arabia Saudita para jugar en equipos locales.
Manchas inocultables
La forma en que el dinero saudita inunda las arcas de los más diversos negocios occidentales no ha estado libre de críticas. Para defensores de los DD.HH., los socios están obviando casos como el del periodista Jamal Khashoggi, un disidente de la familia real que en 2018 fue asesinado por agentes gubernamentales sauditas.
Autoridades de Estados Unidos concluyeron que el homicidio se perpetró con conocimiento del príncipe Mohammed bin Salman. Como primer ministro, este es desde hace años el mandatario de facto del reino, aunque el monarca sea su padre.
A Mohammed bin Salman se le atribuye un conjunto de reformas que hasta cierto punto, para estándares occidentales, modernizaron el país. Entre las más notables, autorizar que las mujeres conduzcan vehículos de motor.
Pero su gobierno también es señalado a menudo por conductas autoritarias, incluyendo el encarcelamiento de disidentes. El caso de Khashoggi es el que llegó a consecuencias más graves.
El poder del oro negro
El Presidente de Estados Unidos, Joe Biden, ha hecho de la promoción de la democracia una bandera de su política exterior. El objetivo sería contrarrestar la creciente influencia de Rusia y China en el mundo, así como la propagación de sus modelos autoritarios.
Llevada al extremo, esta política pudiera cuanto menos generar roces con Arabia Saudita, históricamente uno de los mayores aliados de Washington en el Medio Oriente. Este vínculo no es solo geopolítico sino económico.
Tan es así que el “Aramco” en Saudi Aramco, la estatal petrolera del reino, es un acrónimo de “Arabian American Oil Company”. La empresa tuvo sus orígenes como subsidiaria de Standard Oil of California, vástago del célebre imperio energético de la familia Rockefeller. Aunque el gobierno saudita nacionalizó la compañía en 1976, el país siguió teniendo una importancia inmensa para EE.UU. en materia energética.
Según datos de la Agencia de Información Energética de Estados Unidos, 7% del petróleo que el país importa viene de Arabia Saudita. Para cualquier gobierno norteamericano, comprometer esos lazos pudiera implicar un encarecimiento de la gasolina.
Pocas cosas causan más inquietud entre el público estadounidense, como pudo verse con el repunte del año pasado, consecuencia de la guerra en Ucrania y las sanciones al petróleo ruso. Si bien la inflación en general (así como el marcador en las estaciones de gasolina) ha bajado en EE.UU., sigue siendo relativamente alta y oscureciendo las expectativas económicas de los votantes. Malo para un Presidente impopular que busca la reelección.
Los sauditas saben que pueden usar el petróleo para presionar a su favor en las democracias occidentales. Sucedió hace medio siglo, con el embargo petrolero que varios países árabes impusieron a aquellas naciones que a su juicio estaban colaborando con Israel en la Guerra de Yom Kippur contra varios países árabes.
“Todo en orden”
De manera que la promesa electoral de Biden en 2020 sobre convertir a Arabia Saudita en un “paria” por su autoritarismo es difícil de cumplir. Washington ha mantenido su trato regularmente cordial con Riad. El propio Biden se ha reunido con el príncipe Mohammed bin Salman para discutir cuestiones bilaterales.
Arabia Saudita es el mayor cliente receptor de material militar estadounidense, lo cual no ha cambiado durante el gobierno de Biden. El año pasado, la Casa Blanca autorizó la venta de interceptores de misiles a Riad y otros equipos bélicos por un total de $3,05 mil millones.
Desde el Congreso ha habido intentos de frenar o reducir este flujo armamentístico, debido a preocupación por los efectos humanitarios de la intervención saudita en la Guerra Civil Yemení. Sobre todo los demócratas han hecho objeciones. Pero los votos nunca han alcanzado.
Drama regional
Washington tiene también razones geopolíticas para mantener una relación cálida con Arabia Saudita. Ella es una fuente importante de apoyo ante un enemigo común: Irán. Riad y Teherán han competido durante décadas por la hegemonía en el Medio Oriente. Una rivalidad política y religiosa, ya que se consideran las grandes defensoras del islam sunita y el chiita, respectivamente.
Aunque ambos califican como regímenes autoritarios, Irán, a diferencia de Arabia Saudita, tiene una relación pésima con EE.UU. desde la Revolución Islámica de 1979. Hasta el sol de hoy, Teherán promueve, en Irak, Siria, Líbano y otros países, a organizaciones militantes furibundamente contrarias a los intereses de EE.UU., Israel y otros aliados de Washington. De ahí la importancia para Estados Unidos de Arabia Saudita como contrapeso a la influencia iraní.
Al Departamento de Estado también le inquieta la cercanía de Riad con las potencias autoritarias, en posible detrimento de sus aspiraciones. China ha hecho avances notables en su presencia en el Medio Oriente. Incluso medió en negociaciones para que Arabia Saudita e Irán reabrieran sus respectivas embajadas por primera vez en años.
Riad tiene además un vínculo fuerte con Rusia, por su interés compartido en el mercado petrolero. En contra de los deseos de Estados Unidos, tal relación no ha cambiado luego de la invasión rusa de Ucrania. Arabia Saudita incluso ignoró pedidos de Washington para que maniobrara a favor de limitar el aumento en el precio del petróleo debido a las sanciones al crudo ruso.
Por último, recientemente Estados Unidos comenzó un diálogo informal con miras a que Arabia Saudita normalice relaciones con Israel. De concretarse tal cosa, se espera que otros países árabes hagan lo mismo, lo cual sería un logro diplomático histórico para EE.UU.
Todo esto pudiera complicarse si Washington de pronto enfriara sus relaciones con Riad por la falta de libertades civiles en el reino. Un deterioro por lo tanto es improbable en el corto plazo. Mientras, el capital saudita podrá seguir aumentando sus inversiones en Occidente.