Cuatro sepultureros del cementerio Campo da Saudade, en Boa Vista, en el remoto Estado brasileño de Roraima, al norte del país, depositan en una fosa el humilde ataúd de madera. Algunas personas arrojan puñados de arena. Además de los llantos, las oraciones y los gritos habituales en cualquier ceremonia de este tipo, hay cierta tensión y se repiten los mismos comentarios acres en varios de los 14 entierros realizados aquí este sábado.
Dicen que la guerra entre las bandas criminales, que ya ha matado a 33 personas en la cárcel de Monte Cristo (PAMC) desde el pasado viernes, no ha hecho más que empezar y que dentro de poco habrá un baño de sangre en otros presidios, sobre todo en el norte de Brasil. O que Roraima no tenía nada que ver con esa guerra, pero que ahora se ha convertido en el epicentro de las venganzas de uno y otro bando y que puede haber más represalias, incluso en las calles. Hay, sobre todo, una indignación dominante: el Estado ha fallado a la hora de proteger a sus reclusos. En lo que va de año, han muerto ya 99 presos en matanzas sobrecogedoras en tres cárceles brasileñas: 64 en el Estado de Amazonas, 33 en Roraima y 2 en Paraíba.
Las opiniones y los recelos de los familiares de los presos enterrados sobre lo explosiva de la situación no son aislados. Han sido corroboradas por cinco autoridades y expertos en seguridad pública entrevistados por EL PAÍS. Todos fueron categóricos en señalar que habrá más muertes. “Ahora le toca a los gobiernos de los Estados empezar a moverse”, afirma Lindomar Sobrinho, presidente del Sindicato de los Agentes Penitenciarios de Roraima y director de la Federación Nacional del Sistema Penitenciario. Al igual que otros agentes, Sobrinho también teme ser víctima de los presos. Allá donde va, lleva siempre una pistola en la cintura.
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En el cementerio hay una queja común: los asesinados no formaban parte de ninguna banda en guerra, ni del Primeiro Comando da Capital (PCC), la poderosa mafia de São Paulo que ha extendido sus tentáculos en la estratégica Roraima, en la frontera con Venezuela, una de las rutas del tráfico de droga; ni de su enemigo, el Comando Vermelho, de Río de Janeiro y sus aliados de la emergente Família do Norte, de los Estados del Norte de Brasil.
De los 33 asesinados del pasado viernes, el Instituto Médico Forense de Roraima había entregado el sábado 28 cuerpos para que pudieran ser enterrados. A otros cuatro aún les faltaba la documentación correspondiente que la familia debe proporcionar. El número 33, identificado como Alex Souza da Silva, será enterrado seguramente como indigente porque hasta ahora nadie ha reclamado sus restos mortales.
En Roraima las autoridades también han reaccionado. Temiendo nuevas muertes, dos jueces determinaron que un grupo de 161 internos del régimen semiabierto que llevan a cabo su condena en el Centro de Progresión Penitenciaria de Boa Vista la cumpliesen en casa durante seis días. Hasta el próximo día 13, los presos de esa cárcel podrán dormir en sus domicilios. Esta penitenciaría acoge a reos de baja peligrosidad, carece de muros y el efectivo de agentes es bajísimo, menos de cuatro por turno. El sábado, EL PAÍS acudió al lugar y entró en el complejo, donde no tuvo dificultades para acceder ni se encontró con ningún funcionario que le pudiese impedir el acceso.
En las calles de la periferia de la tranquila Boa Vista, pese a la aparente calma, las conversaciones sobre las muertes eran una constante en cualquier mercado o bar que estuviera abierto el pasado domingo. La gente temía que la escalada de violencia fuese más allá de las cárceles y llegase a la vecindad.
“Somos el terror”
En los dos últimos meses, tres policías han sido asesinados fuera de servicio. Esta cifra es más alta que la registrada en los años 2014 y 2015 conjuntamente, cuando solo dos policías perdieron la vida. En el barrio de Santa Teresa, un mensaje recién pintado de rojo en un muro ya avisaba a quienes pasaran por allí: “CV RR. Somos el terror”. La sigla significa exactamente Comando Vermelho de Roraima.
Lo que les llamó la atención a los vecinos del barrio era que la zona es famosa desde hace al menos tres años por ser un reducto de pequeños traficantes del PCC. “Cualquiera aquí en la calle sabe que los puntos de venta de droga son del PCC. Cuando alguien escribe ese aviso en el muro, está mandando un recado de guerra”, afirmó uno de los comerciantes de la zona, que dice llevarse bien con los vendedores de drogas del barrio, pero que ahora sopesa cerrar su tienda más pronto para no tener que ser testigo de crímenes o delitos. O, peor, ser víctima de ellos.
Con información de El País