Hay ciertos sucesos que representan un punto de inflexión en un país. La forma en que el gobierno decide gestionarlos define la forma en que quedarán escritos en los libros de historia.
El lunes 26 de septiembre se cumplirán dos años de la desaparición forzada de 43 estudiantes de una escuela normal rural del sur de México tras un brutal encuentro con las fuerzas de seguridad.
La tragedia no resuelta se ha convertido en una mancha tal para el gobierno del presidente Enrique Peña Nieto que es ya sinónimo del temerario enfoque de las autoridades mexicanas a los derechos humanos en el país, en el que los responsables de crímenes como torturas, ejecuciones extrajudiciales y desapariciones forzadas rara vez responden ante los tribunales.
El catálogo de fallos en el modo en que se está gestionando el caso Ayotzinapa es tan largo que resulta increíble.
Seis meses después de la desaparición forzada de los estudiantes, el entonces procurador general de la República, Jesús Murillo Karam, dio públicamente una explicación oficial sobre lo que las autoridades creían que había ocurrido.
En una conferencia de prensa, declaró que los estudiantes habían sido asesinados por un poderoso cartel de la droga y que luego habían quemado los cadáveres en un basurero.
Lo llamó la “verdad histórica”
El caos y la indignación que suscitó su discurso, sobre todo después de que un equipo de expertos forenses internacionales afirmase que esa explicación era científicamente imposible, forzaron la renuncia de Murillo Karam. Aun así, ni él ni el gobierno se han retractado nunca de su teoría.
Unos meses después, y en un intento de demostrar que se estaba actuando para arrojar algo de luz sobre la tragedia, el gobierno mexicano accedió a permitir que estudiara el caso un equipo de expertos de prestigio mundial nombrados por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
Pero transcurrido un año, y después de dos informes condenatorios que señalaban todo un catálogo de fallos de las autoridades en la forma en que habían hecho las investigaciones, fueron invitados a marcharse del país.
Al gobierno de Peña Nieto no le gustó que lo hubieran avergonzado internacionalmente. Las autoridades prometieron que seguirían con las investigaciones; prometieron justicia. Dijeron que ya no hacía falta la ayuda internacional, que México podía asumir la tarea de determinar la suerte y el paradero de los estudiantes.
Pocos lo creyeron, y tenían razón en no hacerlo. Como era de esperar en un país con un historial atroz en materia de derechos humanos, los avances en la investigación sobre Ayotzinapa han llegado a punto muerto.
Cuando la presión internacional disminuyó y la atención del mundo pasó a otra parte, se levantó la presión que pesaba sobre el gobierno de Peña Nieto.
Nunca se hizo un seguimiento de los informes según los cuales decenas de detenidos por su implicación en las desapariciones habían sido torturados para que “confesaran”.
El grupo de expertos reveló que Tomás Zerón de Lucio, el funcionario que había estado a cargo de la investigación, había manipulado la escena del crimen en un intento de demostrar que un trozo de hueso perteneciente a uno de los estudiantes había sido hallado a orillas de un río local a finales de octubre de 2014; este hecho escandaloso también ha quedado impune.
Una investigación superficial sobre la acusación no ha arrojado ningún resultado concreto aún y Zerón fue trasladado de la Procuraduría General de la República a un cargo más alto en el Consejo de Seguridad Nacional.
La descarada negación del gobierno de Peña Nieto de lo ocurrido a los estudiantes de Ayotzinapa está tan profundamente arraigada que el presidente ya no se atreve a pronunciar en público la palabra.
Y la desaparición de estos 43 jóvenes es emblemática de todo lo que es injusto en México. Los derechos humanos no son más que una ilusión para los miles de hombres, mujeres, niños y niñas que cada año son víctimas de tortura, asesinato y desaparición y que seguirán siéndolo mientras las autoridades insisten en decir que todo va bien.
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