El presidente Milei sorprendió al país político hace una semana cuando convocó a firmar, el próximo 25 de mayo, un pacto basado en un conjunto de principios económicos, en especial fiscales y monetarios, y político-institucionales. Se trata de un importante cambio de rumbo en relación con la dinámica de dura confrontación que había caracterizado sus primeras once semanas de gestión y plantea un conjunto no menor de interrogantes de corto, mediano y largo plazo. ¿Qué nivel de apoyo político y social logrará? ¿Podrá el gobierno finalmente avanzar en su agenda de estabilización y reformas estructurales? ¿Constituirá un punto de inflexión en la forma de administrar el poder en el país? ¿Estamos siendo testigos y protagonistas de un cambio en la cultura política argentina, hasta hoy recelosa y refractaria de los consensos, empezando por el propio presidente?
Luego del fracaso de la “Ley de bases” y de las dificultades que encontraba el DNU 70 para ser ratificado por el Congreso, el Poder Ejecutivo retoma la iniciativa y se muestra en principio más homogéneo. En el transcurso de las interminables negociaciones, los enviados del Presidente (sobre todo Guillermo Francos y Santiago Caputo) terminaban a menudo atrapados en circunstancias complejas que impedían ratificar en detalles prácticos los acuerdos alcanzados con los distintos bloques de diputados o gobernadores frente a los inflexibles criterios imperantes en el círculo íntimo presidencial.
En el nuevo escenario, el Gobierno está en condiciones de mejorar su coordinación interna y de ampliar (y hacer más efectivos) los canales de diálogo. Esto, por ejemplo, se facilita con la incorporación a las negociaciones de Nicolás Posse, el jefe de Gabinete de Ministros, a cargo de ejecutar el presupuesto, quien deberá concurrir en breve al Congreso para brindar sus informes regulares, según dispone el artículo 101 de la Constitución. En rigor, los ejes del Pacto de Mayo podrían servir como tablero de control para estructurar esas presentaciones, de forma tal de monitorear de manera periódica y en tiempo real los avances alcanzados.
Algo similar ocurre con Luis “Toto” Caputo, el ahora “superministro” de Economía, luego de absorber las funciones de Infraestructura y de controlar los millonarios fideicomisos en manos del Estado (que tenderán a disolverse). Desmintiendo a quienes suponían que se trataba de una nueva versión de Jorge Remes Lenicov, el primer titular de la cartera durante la crisis de 2001 bajo la presidencia de Eduardo Duhalde, que quedó rápidamente desgastado luego de sincerar las principales variables económicas y fue reemplazado por Roberto Lavagna, Caputo está cada día más firme y comparte con el Presidente tanto una especial empatía personal como una absoluta coincidencia respecto del rumbo y el ritmo de las reformas. Mantiene asimismo contacto con los principales protagonistas del sistema financiero global, a los que conoce por su actividad profesional previa. Y hasta recompuso su relación con los organismos multilaterales de crédito, en especial el FMI, que había quedado dañada con su intempestiva salida del BCRA en agosto de 2018.
Mientras la comisión bicameral que tiene a su cargo la revisión de los DNU reclama la presencia de estos dos funcionarios claves, la nueva división de tareas dentro del gobierno entre “halcones” y “palomas” parece ahora más clara y podría facilitar no solo los canales de negociación sino la ejecución de lo que se logre acordar con las partes involucradas. Esto le facilita el trabajo a Francos: algunos gobernadores que reconocían su bonhomía y su “don de gentes” habían quedado frustrados luego de lo que consideraban inconducentes encuentros, en particular en el Consejo Federal de Inversiones. Para jugar eficazmente al “policía bueno” y al “policía malo”, los primeros necesitan mantener la credibilidad. No deja de sorprender, con todo, el uso aceptado de esta metáfora: supone que permite obtener mejores resultados en la interacción con sospechosos de crímenes.
Por otra parte, este nuevo escenario corrobora que detrás de cualquier acuerdo político suele haber algún tipo de contraprestación o compensación económica. En este caso, se trata de una nueva reformulación del impuesto a las ganancias, que en principio volvería a parecerse mucho al que estaba vigente antes de la reforma aprobada el año pasado en el contexto de la campaña electoral.
Algunos gobernadores tomaron distancia de la iniciativa, como Martín Llaryora, para quien la carga tributaria debería caer en los sectores de mayores ingresos. Sería interesante que esto terminara en una propuesta concreta que defina con precisión de quiénes se trataría y mediante qué impuestos se aumentaría la recaudación.
Evidentemente, ni el gobierno nacional ni los mandatarios provinciales quieren asumir el costo político que esto implica.
Sería una verdadera lástima que el país desaprovechase la oportunidad de debatir, consensuar e implementar una reforma tributaria integral pensada para incentivar la inversión y el crecimiento con umbrales mínimos de equidad y devolviendo a provincias y municipios el lugar que les corresponde para mejorar la eficiencia y el control del gasto. El mecanismo prevaleciente parece agotado: maximizar el gasto y minimizar la recaudación, con un Estado nacional fundido y entrometido en casi todos los renglones del gasto financiado con inflación a niveles subnacional y local. Asumir un papel activo modificaría la ecuación de poder entre los tres estratos de gobierno y alinearía los incentivos de los ciudadanos para controlar quiénes y cuánto gastan y en qué prioridades.
De todas formas, debe enfatizarse una singular paradoja: al Pacto de Mayo propone reducir de manera drástica el tamaño del Estado y llevarlo en torno de los 25 puntos del PBI que tuvo históricamente. Pero para firmarlo se dispone un incremento de la carga tributaria de alrededor de al menos 0,5% del PBI, que caerá sobre la castigada clase media, en especial los ya discriminados trabajadores autónomos.
Si bien en teoría el sistema democrático necesita y supone la existencia de mecanismos permanentes de formación de consensos que descansan en un proceso de deliberación ciudadana activo, plural e integrador, en la práctica eso nunca funcionó en la Argentina.
Nuestra cultura política siempre se caracterizó por el imperio del personalismo, el decisionismo, los programas refundacionales y la lógica de la confrontación (valores y comportamientos propios de todas las fuerzas políticas, en todas las regiones y tanto en gobiernos civiles como militares), en contraste con la lógica de las instituciones, la continuidad y mejora gradual de las políticas públicas y la dinámica de los acuerdos. El giro pragmático que llevó a cabo Milei el viernes 1º de marzo implicaría una especie de salto del primer paradigma al segundo.
De todas formas, abundan los precedentes en este sentido, como ocurrió con el propio Perón, que volvió al país siendo “acuerdista” luego de su largo exilio; en la interacción entre el radicalismo y el peronismo renovador al inicio de la transición (que quedó de manifiesto en la crisis de Semana Santa de 1987); en el Pacto de Olivos, que propició la reforma constitucional de 1994; y, sobre todo, en la experiencia del Diálogo Argentino en plena crisis de 2001-02.
Curioso que un líder que tanto reniega del viejo orden partidocrático se encamine a poner en valor las escasas pero proteicas experiencias de acuerdos intraélites.
SOBRE SERGIO BERENSZTEIN
Doctor en Ciencia Política (University of North Carolina, Chapel Hill). Licenciado en historia (Universidad de Buenos Aires). Presidente de "Berenzstein, consultora de análisis político".