Muchos en Latinoamérica se preguntan, sin encontrar razón, de dónde proviene el éxito de la estrategia electoral de Donald Trump. ¿Qué es aquello que seduce tanto a un sector de norteamericanos que el mundo no termina de entender?
Por Henry Rafael
Desde el 2003, cuando Arnold Schwarzenegger logró ser electo Gobernador de California, no hemos pasado por otra situación parecida en elecciones de los Estados Unidos. El legado de Schwarzenegger, exitoso empresario, actor y político, que no ocultó nunca su deseo de ser Presidente pero que su estatus migratorio se lo impidió, hoy ha sido retomado por una nueva zaga: la de @RealDonaldTrump.
Con Schwarzeneger, la estrategia y operación política lograron un producto vendible y comprable entre los norteamericanos. Pero a RealDonaldTrump le faltaba algo muy importante y vital para calar en lo más profundo del ADN del estadounidense: Ser un superhéroe.
Shwarzenegger era “Terminator”. Y Trump solo “El Aprendiz”. Y ese era su mayor handycap. Terminator era un héroe de película, rudo e implacable. Mientras El Aprendiz, es el show de un empresario ricachón cuya gracia es descalificar diariamente a algún participante de su reality con su mordaz y célebre frase: “Estas Despedido”.
Si el prototipo personaje-candidato fue probado con éxito con Shwarzenegger, el nuevo –entonces- debía ser mejor. Así, @RealDonaldTrump parece haber sido creado en los laboratorios del marketing político moderno. Un personaje con la sangre y procacidad juvenil de Deadpool, la longevidad y rudeza del Capitán Cavernícola, la gestualidad, arrogancia y riqueza del Tío Sam y el espíritu de los “ideales” del Capitán América.
Así entonces tenemos un candidato a prueba de todo. No a un político sino a un personaje que ante los escándalos de sus insultos a mujeres, responde con el cinismo y la vulgaridad de Deadpool, ante los escándalos sobre el manejo de sus riquezas, responde con la imagen arrogante del Tío Sam, ante los ataques se convierte en Capitán Cavernícola. Y ante cada pregunta sobre seguridad nacional, economía, migraciones, educación, salud, etc, responde siempre con lo mismo: ¡Vamos a ser la Gran América otra vez!, haciendo latir a mil las palpitaciones de un sentimiento de grandeza alojado en el ADN de todos los nortamericanos, reviviendo en los corazones esa suerte de Capitán América que todos llevamos dentro.
Trump encarna un nacionalismo disfrazado de patriotismo hollywoodense. Para Trump, los contenidos importan en segunda escala (no me arriesgo a decir que no sepa algunos temas de fondo), pero si algo sí sabe, es que en campaña electoral lo importante es movilizar emociones y eso es lo mejor que él sabe hacer. Movilizar emociones buenas y malas. Ambas ayudan. En los tres debates presidenciales repitió más de 20 veces su lema de campaña. “Vamos a volver a ser la Gran América”. Su potente mensaje, se repite en todos los debates, en todos sus discursos, en todos los puntos de contacto con sus electores, posicionando e impulsando entre todos los estadounidenses ese espíritu metido en su ADN de ser y pertenecer al país más poderoso del mundo.
No en vano el pico más alto de su popularidad la obtuvo con su viaje a México. Decirles a los mexicanos, en su casa, nada menos que en el Palacio de Gobierno de ese país, que el muro se construirá sí o si y que serán ellos quienes deberán pagar por el mismo, llevó al éxtasis a un sector de americanos que vieron personalizado en Trump al personaje de sus sueños, capaz de enfrentar a quien sea como dueño del mundo.
“Si eso pudo hacer con México, imagínese lo que haremos con Rusia, China y hasta con los árabes y el ISIS”, declaró un joven de 20 años en una cadena internacional días después. “Necesitamos un líder así de fuerte y valiente”, comentó otro.
Y mientras Trump lograba posicionarse como el macho fuerte, Hillary Clinton se desmayaba por razones médicas y la ponían en el imaginario colectivo como una persona débil frente a los retos que el país afrontará. El día en que se recordaba con pena y tristeza lo frágil que era el país ante el ataque a las torres gemelas teníamos a un Trump engrandecido y a una Clinton desvanecida.
No digo que esta sea la única razón de la hasta ahora exitosa campaña del magnate. Esta es solo una perspectiva de análisis sobre cómo el posicionamiento y los mensajes influyen también en este pandemónium electoral.
Por ejemplo, cuando Barack Obama ganó las elecciones en el 2008, lo hizo metiéndose también en el ADN del estadounidense con un profundo mensaje de Cambio y Esperanza. Esos mensajes de posicionamiento también nacieron en los laboratorios de la comunicación política.
El panorama era otro. Estados Unidos vivía la resaca de la más grave crisis económica originada el 2007 que profundizaba aún más la depresión de la que aún no se recuperaba tras los ataques a las torres gemelas que devastó el alma de la nación. El país era como una herida abierta con alcohol encima. Ardía de escozor.
Por ello el mensaje de esperanza y cambio personificado por un Obama joven, locuaz, apasionado, brillante, lucido y distinto a la clase política, terminó poniendo al país y al mundo a sus pies.
Estados Unidos hoy es otro. ¿Puede el poderoso tener esperanza? Lógicamente no. El poderoso no tiene esperanza, tiene seguridad. Hoy los estadounidenses necesitan un cambio sí, pero tienen a la vez la necesidad de sentirse fuertes y gigantes de nuevo. Tienen la necesidad no solo de saber que son la primera potencia mundial. Quieren sentirlo y escucharlo. Y eso es lo que Trump les da. No les da contenidos. Les regala un ideal. ¡Seremos la Gran América de nuevo! retumba cada mensaje de @RealDonaldTrump.
Y así como Obama en su primera campaña, Trump se ha adueñado también del mensaje de “Cambio”. Trump se presenta como el candidato antisistema. A cada pregunta política tiene una respuesta perfecta para no responder con sustentos de fondo. “No soy político. “Tu si lo eres y por 30 años no has hecho nada por el país. Por eso yo soy el cambio para lograr ser la Gran América otra vez” le dijo Trump a Hillary Clinton en el último debate.
Muchas mujeres que siguen a Trump dicen ver a un personaje fresco, apolítico, real y honesto porque se “expresa (con sus pachotadas) tal y cómo es” mientras que ven a una Clinton más acartonadada, menos genuina y mucho más identificada con el sistema político al que justamente @RealDonaldTrump dice querer vencer. Muchos ven en su arrogancia, grandeza y en su procacidad, agallas.
A Trump se le puede llamar, con justificación, machista pero ese sólido argumento aún no ha logrado derrotar candidatos en el mundo. Se le acusa de ser una persona poco preparada -técnica y emocionalmente- para gobernar, un inmoral, desleal, seductor, un vivaracho, un evasor de impuestos, y hasta un criminal para algunos. Pero preocupante el mundo entero nos demuestra todos los años que estos argumentos ya no importan a los ciudadanos a la hora de votar. Muchos ven en su arrogancia, grandeza y en su procacidad, agallas.
Hoy, en el mundo político, las campañas de las emociones convencen más que las campañas de las razones. Y no es que la razón importe menos al ciudadano. Sino que hoy le importa más que le hagas sentir cómo tus razones pueden movilizar sus emociones.
Probablemente Trump no gane las elecciones, pero si lo hace tengan por seguro que quien ganará será el personaje-candidato, autobautizado en Twitter con el hollywoodense nombre de @RealDonaldTrump, una versión moderna del concepto “personaje-candidato”, que tiene cautivada una gran audiencia de su país y del mundo porque encarna perfectamente las creencias de superioridad, poder y riqueza instaladas en el ADN caucásico, con esa fibra vibrante por la que transcurren sus emociones de grandeza y superioridad.
El nervio del electorado ha sido tocado, pero la película aun no tiene capítulo final. Hillary Clinton lleva la ventaja. Pasados los debates queda ver ahora si logra mantenerse sólida y firme en ese primer lugar y evitar así que el personaje de esta película (para muchos el villano) se convierta –de pronto- en el “superhéroe nacional”, capaz de vencer al sistema y sus secuaces.
Henry Rafael
Analista Político. Ex funcionario de la SIP.
Director del Instituto de Comunicación Política y Gobierno (ICPG)