Es común que los mandatarios gocen de un período de popularidad elevada en los primeros meses tras su toma de posesión. Sobre todo cuando las riendas las entrega un predecesor que perdió popularidad cerca del fin de su gobierno, como Donald Trump. A este fenómeno a veces lo llaman la “luna de miel”. Pero, a menos que el líder en cuestión tenga un desempeño excepcional cumpliendo con las expectativas de los ciudadanos o que sea muy carismático, las lunas de miel no suelen durar mucho. La de Joe Biden parece que llegó a su fin.
De acuerdo con una encuesta de NPR, PBS News Hour y Marist divulgada la semana pasada, solo 43% de los estadounidenses aprueba la gestión del nuevo ocupante de la Casa Blanca. Ello representa una caída de 6 puntos porcentuales con respecto a la misma encuesta hecha en julio y es la calificación más baja desde que tomó posesión.
¿Qué le pasó a Biden? Él no es carismático (entendiendo el carisma, en términos de Max Weber, como el don de un político para resultar agradable a las masas sin que ellas mismas puedan explicar racionalmente por qué). Entonces, el problema ha de estar en que el jefe de Estado no está cumpliendo con las expectativas.
El detonante del desplome al parecer fue el retiro tumultuoso de Afganistán. No por la salida en sí misma, ya que la guerra se había vuelto muy impopular, sino por la forma en la que ocurrió. Después de todo, antes de que los talibanes se apoderaran completamente del país, Biden pasó semanas asegurando que eso mismo, si ocurría, les tomaría años. Esto a pesar de que, según una nota de The New York Times, reportes de inteligencia alertaban que un desplome total del gobierno afgano apoyado por Washington podía ser inminente.
Semejante disociación entre lo que el Presidente dijo y lo que terminó ocurriendo cuanto menos puso en entredicho sus competencias. Se debe tener en cuenta además cómo fue percibida la evidente falta de preparación para una contingencia semejante, el hecho para nada baladí de que soldados estadounidenses murieron en un ataque terrorista durante la evacuación y, por último, la humillación nacional que supuso una retirada tan caótica.
Pero si todo lo referente a Afganistán fue el detonante, tenía que haber un componente explosivo listo para encenderse, tal como las balas que, al asesinar al archiduque Francisco Fernando, precipitaron la Primera Guerra Mundial en el contexto de tensiones preexistentes entre las potencias europeas. Ese componente explosivo fue un conjunto de problemas que se le ha acumulado a Biden en los últimos meses. Veamos.
El verano de gran recuperación económica y sanitaria que todos esperaban, teniendo en mente la disponibilidad de vacunas para los estadounidenses, no se dio. La gran aguafiestas fue la variante “Delta” del coronavirus, que produjo un repunte de contagios, hospitalizaciones y muertes en el país. Y aunque la inmunización masiva arrancó con muy buen pie, luego se estancó. Para principios de septiembre, solo 52% de los estadounidenses estaba completamente vacunado, porcentaje lejos de lo necesario para la inmunidad de rebaño y bastante por debajo de otras naciones desarrolladas como España (73%) y Reino Unido (64%), de acuerdo con cifras de Our World in Data.
No es un problema de abastecimiento, claro. Es la indisposición de millones de norteamericanos a vacunarse. Biden no es antivacuna. Tampoco se opone al uso de mascarillas, como hacen activamente varios de sus adversarios republicanos más connotados, entre quienes destacan los gobernadores de Florida y Texas, Ron DeSantis y Gregg Abbott, respectivamente. Pero para muchos estadounidenses, sigue siendo Biden quien tenía la responsabilidad de lograr una vacunación que permitiera el regreso a la normalidad.
Algo paralelo ha ocurrido con la economía, que a fin de cuentas ha estado bailando al son de las exigencias sanitarias por la pandemia desde principios del año pasado. No es que la recuperación se haya frenado en seco, pero sí se ha desacelerado. El desempleo se mantiene alto en comparación con los niveles anteriores a la pandemia. Al mismo tiempo, aumentan los temores de que la inflación elevada, consecuencia del enorme gasto público que intenta mitigar los efectos económicos del covid-19, se mantendrá en el largo plazo.
Por último, un conjunto de catástrofes naturales, asociadas por expertos con el cambio climático, le ha amargado el verano a millones de estadounidenses. Inundaciones letales en el sur y en el noreste e incendios forestales devastadores en la costa oeste.
Todos estos son problemas que Biden heredó. No fueron provocados por sus decisiones. Pero la memoria histórica del público por lo general no alcanza ni al corto plazo y sus exigencias para con los que están a cargo no tienen en cuenta malos legados de predecesores. Así, por ejemplo, la recuperación económica relativamente lenta bajo tutela de Barack Obama causó descontento con su gestión a pesar de que la crisis estalló durante el gobierno de George W. Bush, al punto de traducirse en que los republicanos tomaran el control de la Cámara de Representantes en 2010. Recordemos, además, que la polarización entre republicanos y demócratas transforma toda acción de Biden en argumento político a favor o en contra según quienes lo analicen o expongan. Para unos son coyunturas difíciles pero superables, para otros son fracasos aparatosos difíciles de recuperar.
¿Biden y los demócratas volverán a correr con la misma suerte que Obama en 2010? Es temprano para asegurar una cosa o la otra. Pero si el Presidente no maniobra bien para salir de este cúmulo de problemas, su panorama sin duda empeorará.