La presidenta brasileña, Dilma Rousseff, apartada del poder provisionalmente desde el 12 de mayo, verá la ceremonia de los Juegos Olímpicos de hoy —si la ve— por la televisión. Hace algunos meses adelantaba que nadie le había mandado una invitación. Ahora ya ha anunciado que rechazará la que le ha enviado el presidente interino Michel Temer. Una manera de dejar claro que no acepta el papel impuesto de segundona. Los dos dirigentes políticos, en el pasado aliados e integrantes del mismo paquete electoral, no se dirigen la palabra desde hace meses. Temer aseguraba recientemente que él sí se avendría a volver a hablar con Rousseff. “Pero la postura arrogante que mantiene lo impide”, añadía, envenenadoramente conciliador.
Desde que dejó el palacio de Planalto, lugar de trabajo del jefe de Estado brasileño, y se refugió en la residencia presidencial del palacio de la Alborada, Rousseff elabora su defensa para el juicio político que se desarrolla actualmente en el Senado. Todo apunta mal para ella, cuyo cerco se estrecha: la comisión especial del impeachment aprobó el miércoles el informe negativo del ponente por 14 votos contra 5. El informe —en el que se acusa a Rousseff de maquillar las cuentas públicas— se votará en una nueva sesión plenaria la semana que viene. De aprobarse, cosa que todo el mundo en Brasilia da por descontado, la expresidenta se volverá legalmente imputada y aguardará una nueva y definitiva tanda de sesiones que empezarán, casi con toda seguridad, el 25 o el 26 de agosto y terminarán antes de que acabe el mes. Para entonces, si no hay un terremoto político, Rousseff abandonará definitivamente el cargo de presidenta de la República por la puerta de servicio.
La política se ha dedicado, además de a estudiar su defensa, a conceder decenas de entrevistas, sobre todo a medios extranjeros, a viajar por el país reivindicando su gestión y acusando a Temer de traidor y de golpista y a tratar de gozar de ese ocio forzado y melancólico a base de leer y de oír música.
En los últimos días ha anunciado que próximamente remitirá una carta pública en la que solicitará su vuelta a fin de convocar un plebiscito para que los brasileños decidan si quieren ser llamados a las urnas. La idea de Rousseff no descansa en el aire: el 53% de la población es partidaria de estas elecciones anticipadas. “Quien tiene que decidir lo que yo tengo que hacer no es el Congreso ni las encuestas ni cualquier otra cosa, sino el conjunto de los brasileños”, manifestó en una reciente entrevista a BBC.
La popularidad de la que gozó Rousseff en algún lejano momento se esfumó hace años para no volver.
Sus escasas posibilidades de salvar el proceso de destitución pasan por que los senadores más indecisos que votaron en su contra en julio acepten ahora su gambito y cambien su voto. Los especialistas no creen que lo consiga.
Hasta su propio partido, el Partido de los Trabajadores (PT), parece haberle vuelto la espalda. El presidente de la formación, Rui Falcão, emitió una nota sintomática hace unos días en la que afirmaba que “repudiaba” las informaciones en las que se aseguraba que el PT había abandonado a su suerte a la presidenta.
La prensa brasileña asegura que relevantes dirigentes de la histórica formación se quejan de que ya da “mucho cansancio” respaldarla. Tampoco la calle, tal vez harta de manifestaciones y de disputas políticas, ha salido a defenderla como se esperaba. El pasado domingo se celebraron manifestaciones en su apoyo, pero los miles de personas que acudieron fueron muchísimos menos que los cientos de miles que salieron para apoyar su salida, hace más de medio año, o los 80.000 que llenaron la Avenida Paulista en marzo para protestar por la detención de Lula.
En una palabra: la popularidad de la que gozó Rousseff en algún lejano momento se esfumó hace años y para no volver. Sola, recluida en su palacio, cada vez más aislada, se prepara para ver a distancia la ceremonia de los Juegos que no inaugurará.
Con información de El País