Al menos desde la Revolución Industrial, ha habido temores de que la tecnología se desarrolle a un punto en el que, más que ayudar a la humanidad, la perjudique. Los llamados "luditas" se volvieron infames en la Gran Bretaña del siglo XIX por destruir máquinas que hacían superfluas algunas formas de trabajo manual. Más recientemente, películas como Terminator y The Matrix pintaron un futuro distópico en el que computadoras toman en el control del mundo, en detrimento de la especie humana.
El Político
Desde el año pasado, esos temores sobre la inteligencia artificial (IA) pasaron de ser conversaciones entretenidas en reuniones de amigos a inquietudes sinceras de toda la sociedad. Revolución en la materia mediante, de la cual los chatbots son solo la punta del iceberg.
Gobiernos alrededor del mundo han empezado a tomar cartas en el asunto, debido a preocupaciones sobre los efectos políticos nocivos que pudieran tener las IA. Sin embargo, un artículo de la revista Foreign Affairs advirtió que lo que se está haciendo por un empleo seguro y ético de esta tecnología dista mucho de ser suficiente.
No es que el autor sostenga que es tarea fácil. Admite que el desafío es inmenso, entre otras razones porque las compañías detrás de los algoritmos de marras son los que tienen la experticia técnica y, legalmente, el derecho para disponer de ellos. Veamos las implicaciones de esta realidad.
Leviatanes tecnológicos
El artículo en Foreign Affairs sostiene que las empresas propietarias de las tecnologías de IA pueden actuar de forma soberana con ellas. Ese es un término para nada ingenuo en ciencia política. Por el contrario, remite a uno de los conceptos más relevantes de la disciplina, por las posibilidades que confiere a quien lo detenta.
La soberanía es, en esencia, un poder irrestricto. Un derecho del ente "X" a disponer sin limitación alguna sobre el ente "Y". En los siglos XVI y XVII, respectivamente, los filósofos políticos Jean Bodin y Thomas Hobbes atribuyeron este poder a los Estados modernos, como su esencia. Hobbes, sobre todo, argumentó que los individuos acuerdan transferir una soberanía, que originalmente radica en ellos, a los Estados en el momento de su fundación. De esa forma crean Estados omnipotentes que les brindan seguridad y cuentan con legitimidad de origen.
Aunque Hobbes tenía en mente monarquías absolutas como las que predominaban en la Europa de su tiempo, con el tiempo muchos de los Estados modernos se fueron democratizando. Así, sin que se pierda el principio del Estado como garante poderoso del bienestar de sus ciudadanos, la renovación regular de autoridades sirve como constante recordatorio a los titulares de que no deben desentenderse de la voluntad ciudadana.
Pero las empresas no funcionan como Estados. Muy rara vez son democráticas y aquellas con el control de los algoritmos de IA ciertamente no son parte de la excepción. Si tienen soberanía, pues pueden desplegar ese poder sin rendir cuentas a nadie más allá de un puñado de accionistas. Pueden entonces hacer uso de las IA para incidir en la política nacional de sus respectivos países, o en la internacional, en atención a esos intereses de pocas personas.
Un ejemplo no relacionado con las IA pero sí con la tecnología de punta es el siguiente. Starlink, proveedora de internet satelital propiedad del magnate Elon Musk, brinda su servicio a Ucrania en medio de una invasión rusa que dañó la infraestructura local de telecomunicaciones. Las FF.AA. ucranianas consideran este servicio como vital para su desempeño. De cara a la posibilidad de que Musk ponga condiciones onerosas, las autoridades de Kiev se comunicaron con sus pares en Washington para tratar el asunto. Pero estas no dieron respuesta sobre lo que se podía hacer.
La ventaja china
Queda claro entonces que sin una intervención de los Estados en el ámbito de las IA, serán sus dueños privados quienes decidan cómo inciden en el mundo. Los gobiernos pudieran, por supuesto, tratar de aumentar su participación, en detrimento de la "soberanía" de las empresas.
Pero ello no necesariamente será fácil, al menos en Occidente y sobre todo en Estados Unidos, país donde muchas de estas compañías están radicadas. Cualquier movimiento hacia un menor control de las IA por sus propietarios pudiera acarrear demandas judiciales por parte de ellos.
Dada la independencia del poder judicial, el gobierno no tendría garantías de un resultado favorable. E incluso si lo obtuviera, la lentitud del proceso, con posibilidad de apelaciones hasta llegar a la Corte Suprema, sería un problema mayúsculo en sí mismo. Mientras pasan años de litigación, las IA pueden seguir desarrollándose a paso insólitamente veloz y otorgando más y más poder, e incidencia política, a las compañías.
En la carrera geopolítica por el control de las IA, Estados Unidos tiene por lo referido una desventaja ante China. El gigante asiático, donde no hay independencia de poderes, tiene a su sector empresarial sometido a los intereses del Estado y puede por ello disponer con mucha más facilidad de las IA desarrolladas en el país. Por otro lado, las compañías norteamericanas siguen teniendo una clara posición técnica más adelantada. Washington pudiera entonces evitar rezagarse mediante restricciones a la exportación a China de microchips necesarios para el funcionamiento de los algoritmos.