Hace 25 años, para poder advertir a la población cubana sobre la grave crisis que se avecinaba sin tener que mencionar la palabra hambruna, el régimen cubano ideó un diabólico eufemismo: “Período especial en tiempos de paz”. Ahora, un cuarto de siglo después, ha inventado otro: “nueva coyuntura”. La primera vez se debió al colapso de la Unión Soviética; en esta ocasión, al del régimen bolivariano. Y aunque ahora las circunstancias son diferentes, los cubanos que vivieron aquellos terribles tiempos del “período especial”, tanto los que emigraron como los que todavía permanecen en la isla, los recuerdan con angustia.
Todo comenzó en 1991 cuando un día, sin previo aviso, los buques petroleros soviéticos dejaron de llegar. Las consecuencias fueron inmediatas: los cortes de electricidad se hicieron más frecuentes y prolongados, muchas fábricas cerraron sus puertas y el sistema de transporte estuvo a punto de paralizarse por falta de piezas de repuesto. Fue entonces que las ciudades se llenaron de bicicletas chinas y aparecieron los primeros carretones de mulos. Y el país comenzó a hundirse lentamente entre consignas revolucionarias, edificios que se derrumbaban y apagones interminables.
Una de las escaseces más serias fue la falta de combustible para cocinar lo poco que se conseguía; solo faltó que las familias cocinasen con leña en las aceras. En realidad, lo hicieron. A veces solo comían coles hervidas sin sal. La desnutrición, a la que el gobierno cínicamente llamaba “precariedad alimentaria”, provocó enfermedades hasta entonces desconocidas en la isla: el beriberi y la neuropatía óptica. De las farmacias se esfumaron las aspirinas y las toallas sanitarias; y de las bodegas el aceite y el arroz. El sistema de distribución de alimentos se convirtió en un laberinto kafkiano sin salida: “Entonces, ¿hoy no tocan los yogures aunque lleguen a nuestro punto de leche?”, preguntaban las sufridas matriarcas cubanas. “No, porque estos son los de primera vuelta”, les contestaban los empleados. “¿Y en qué vuelta nos tocan a nosotras?”. La respuesta solo servía para confundirlas más: “En la primera, pero de la segunda quincena; estos son de primera vuelta, primera quincena”.
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Mientras los economistas hablaban de la disminución del PIB per cápita, las amas de casa inventaban el bistec de cáscaras de toronjas y el picadillo de gofio. Con cada nueva estadística ofrecida por el gobierno surgía una nueva degradación moral: si la importación de mercancías caía a un 75 por ciento, el número de jóvenes prostitutas buscando turistas extranjeros alrededor de los hoteles aumentaba en la misma proporción. Los científicos cubanos, tratando de paliar la hambruna que ya se abatía sobre la isla, inventaron la “masa cárnica” y “la pasta de oca”. De nada sirvió. Un día las madres cubanas no pudieron darles leche a sus hijos y ya nada volvió a ser como antes. De repente, todos tuvieron conciencia de la desolación de sus vidas, la estrechez de sus sueños y la magnitud de su miseria.
Fue entonces que comenzó el éxodo. Primero intentaron la ocupación de embajadas: en mayo de 1994, un centenar de cubanos desesperados ocuparon la de Bélgica. Después optaron por el secuestro de embarcaciones: en julio, mientras trataban de escapar en el remolcador “13 de marzo”, murieron –incluyendo una docena de niños– 41 de sus ocupantes cuando la embarcación fue hundida por las autoridades cubanas. El descontento fue agravándose y se produjeron varias protestas callejeras, entre ellas el famoso “maleconazo”, sofocado por la policía con bastonazos y patadas.
Aquella misma noche, mientras todavía continuaban las detenciones, Fidel Castro declaró ante las cámaras de la televisión cubana que daría instrucciones a los guardafronteras de no obstaculizar las salidas. Así empezó la Crisis de los Balseros: casi 40,000 cubanos abandonaron la isla. Estados Unidos y Cuba negociaron nuevos acuerdos migratorios y aumentó el número de cubanos en el exterior. Y empezó también, con el envío de millones de dólares en remesas y mercancías, una lenta pero calculada recuperación económica. Cuando las arcas estuvieron llenas de dólares, la cúpula castrista sonrió aliviada.
Sin embargo, ahora resulta que a pesar del restablecimiento de relaciones diplomáticas con Estados Unidos, las numerosas inversiones extranjeras y el incremento en la cantidad de turistas que visitan Cuba, no hay dinero para pagar las deudas. Cuando el mismo Raúl Castro admitió que la economía del país atravesaba “circunstancias adversas”, se desataron las especulaciones; no solo sobre un nuevo “período especial”, sino también sobre el “inminente fin del castrismo”. Lo más probable es que estos vaticinios resulten exagerados y la dictadura cubana sobreviva una vez más. Algo que sería de lamentar porque mientras la dinastía de los Castro capea esta “nueva coyuntura”, los pobres cubanos se verían obligados a enfrentar otra hambruna. Ojala que esto no ocurra; sería terrible que tuviesen que volver a cocinar con leña en las aceras.