Los engañaron. Tal vez pretendían quitárselos de en medio o de pronto se limitaron a repetir de buena voluntad lo que oyeron. Que en el refugio encontrarían cobijas, bebida caliente, baños, un techo y colchones para descansar en la noche helada antes de remontar el temido páramo de Berlín.
Pasean la mirada por lo que suponen es el refugio y observan decepcionados y tristes, agotados tras dos días de incesante caminata cargando el equipaje, que no hay sitio para ellos. La única pieza habilitada para migrantes en una modesta casona de campesinos solo alberga mujeres y niños, y afuera, entre la pared y la carretera nacional, yacen unos hombres a la intemperie, envueltos en cobijas sobre unas colchonetas viejas.
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Los cinco amigos venezolanos no hallan dónde recostarse y no trajeron mantas ni suficiente ropa de abrigo. Minutos antes de su llegada, José Luis Muñoz, un voluntario, había repartido algunos suéteres usados y un par de bufandas entre otros migrantes ateridos de frío.
El pequeño grupo de varones que acaba de arribar a Posada La Esperanza no sabe qué hacer. “¿A cuánto queda el siguiente refugio?”, preguntan con un deje de angustia. “Demasiado lejos”, responde un labriego. “Y a medida que suban el páramo, la temperatura baja”. Piden un baño y les señalan el monte. La iglesia cristiana que organizó ese lugar a cambio de pagar un mínimo arriendo al dueño está construyendo uno con platas de Samaritan’s Purse, fundación evangélica norteamericana que ha mejorado otros dos centros de acogida, pero aún falta terminarlo.
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Los voluntarios regresan a Pamplona con el alma encogida, intentando imaginar cómo harán los venezolanos para soportar la intemperie –un drama cotidiano de un sinnúmero de quienes huyen de la dictadura– al caminar de Cúcuta a Bucaramanga atravesando el páramo de Berlín. Aunque tocan puertas en todos lados, ni ellos ni el resto de personas que solo pretenden ayudar tienen capacidad para atender a tanta gente migrante.
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