Como se ha dicho antes en este espacio, la democracia no vive sus mejores momentos a lo largo y ancho del planeta. No es solo que surgen nuevos regímenes híbridos o totalmente autoritarios. Además, los esfuerzos por revertir la tendencia no siempre dan fruto.
Alejandro Armas/El Político
Varios gobiernos autoritarios han sido sometidos a presiones para que se democraticen o, por lo menos, sean menos arbitrarios. Uno de los recursos empleados ha sido el aislamiento diplomático. Pero ahora queda claro que eso no funciona, al menos en solitario. Los blancos de estas tácticas esperan a que pase la tormenta y se les dé la bienvenida de vuelta a foros internacionales, aunque sea a regañadientes.
Siria y Venezuela son dos ejemplos de esta experiencia. Veamos.
El regreso del execrado
El Medio Oriente no tiene casi democracias y es donde están instaladas algunas de las dictaduras más brutales del mundo. Aun así, el presidente sirio Bashar Al-Assad fue demasiado lejos hasta para sus vecinos.
La nueva cota de brutalidad de su gobierno a partir del estallido de la guerra civil en 2011 produjo una oleada de rechazo sin precedentes. El gesto más significativo fue la expulsión de Siria de la Liga Árabe. De esa forma se convirtió en un paria en su propia región, con el apoyo único de dos Estados ajenos al mundo árabe: Rusia e Irán.
Ha debido ser un golpe simbólico duro para un país que otrora estuvo a la vanguardia del panarabismo y que hizo causa común con sus pares árabes en el conflicto contra Israel. Pero de todas formas, Assad no cedió, confiando en que el respaldo de sus otros aliados le bastaría… Y acertó. Aunque la guerra sigue en pleno desarrollo, su gobierno controla la mayoría del territorio y no hay señales de que la oposición pueda deponerlo. Mientras, sigue siendo tan represivo como antes.
Los demás países árabes parecen haberse cansado y descartan que las cosas vayan a cambiar en Siria luego de doce años. En la última cumbre de la Liga Árabe, el mes pasado, el organismo aprobó el reingreso de Siria.
Presión y "contrapresión"
En las antípodas del Medio Oriente y al calor, no de las arenas del desierto levantino sino de la costa caribeña, un buen amigo de Assad pasó por un proceso parecido: el régimen chavista de Venezuela. A partir de 2017, la anulación de facto de un parlamento controlado por opositores, la supresión de protestas con saldo de cientos de muertos y las denuncias de elecciones amañadas hicieron de Nicolás Maduro otro paria.
El mandatario dejó de ser invitado a encuentros regionales. Las exportaciones petroleras que la elite gobernante venezolana usa para lucrarse fue sometida a sanciones por Estados Unidos. Se abrió una investigación en la Corte Penal Internacional por violaciones de Derechos Humanos en Venezuela.
Maduro, no obstante, al igual que su par sirio, no cambió de rumbo. Contó también con Rusia e Irán en sus maniobras para eludir parcialmente las sanciones norteamericanas. Como explican los politólogos Steven Levitsky y Lukan Way, los esfuerzos de una potencia por forzar reformas en un país más débil se hacen menos efectivos si otra potencia intercede a favor del país blanco. Además, esta presión internacional no fue acompañada por presión interna que la complementara.
Maduro también se vio beneficiado por cambios democráticos de gobierno que llenaron a Latinoamérica de una izquierda que le es más afín. Es el caso del presidente brasileño Luiz Inácio “Lula” da Silva, quien lo invitó a una cumbre de mandatarios esta semana. Por primera vez en muchos años, Maduro pudo retratarse con el pleno de sus pares sudamericanos. Los representantes de Chile y Uruguay insistieron en sus críticas sobre Venezuela. Pero los demás guardaron silencio. O, en el caso de Lula, hubo un eco a la apología que el chavismo hace de sí mismo. Eso a Maduro le basta.