La invasión rusa de Ucrania no ha salido como Vladimir Putin quería. Los ucranianos han resistido con una tenacidad que superó expectativas universales. Aun así, el Kremlin pudiera cumplir con su objetivo de deponer el gobierno ucraniano y reemplazarlo con un títere.
Alejandro Armas/El Político
Pero pase lo que pase, es muy probable que esta guerra desate grandes cambios en el orden internacional imperante desde el fin de la Guerra Fría. La hegemonía de las democracias occidentales acaso llegó a su fin, y lo que sigue es un regreso a los tiempos de gran tensión permanente entre bloques.
La potencia revisionista
Rusia entró al siglo XXI como una potencia debilitada. Atrás quedaron los días cuando se podía disputar con Estados Unidos la mayor influencia mundial. La caída traumática de la Unión Soviética y los caóticos años del gobierno de Boris Yeltsin le dejaron poco margen de maniobra para jugar a la gran geopolítica.
Putin llegó al poder con la determinación de revertir esa tendencia. No pudo hacerlo de inmediato, pero los altos precios del petróleo en la década de 2000 le brindaron a Rusia un crecimiento económico espectacular. Justo cuando ese boom terminó en 2008, Putin ya se sentía con suficiente confianza como para intervenir militarmente en Georgia, un país vecino. Luego vino la anexión, sin un disparo, de Crimea, y el apoyo a movimientos separatistas en el este de Ucrania en 2014.
Visiblemente, Putin quería una Rusia más agresiva y dispuesta a tomar riesgos con tal de desafiar a las democracias y resarcir su influencia internacional. Sin embargo, la invasión de un Estado soberano vecino de países miembros de la Unión Europea y la Organización del Atlántico Norte (OTAN), y que aspiraba a unirse a ambas, es un salto cuántico en esa dirección.
Indica que al Kremlin le asustan muchas menos cosas que antes. Tal vez ahora solo vea agredir militarmente a un miembro de la OTAN como una línea que no debe cruzar. Ello dejaría a cualquier país fuera de la alianza atlántica, o que no tenga alianzas defensivas alternativas con EE.UU., vulnerable a las ambiciones de Moscú… O de Pekín.
Democracias reunidas
La nueva belicosidad rusa tiene consecuencias significativas en el mundo democrático. Sobre todo en Europa. Países que desde el fin de la Segunda Guerra Mundial han sido estrictamente neutrales, como Suecia y Finlandia, ahora coquetean con el ingreso a la OTAN. Suiza, cuya neutralidad es más extrema aún y se manifiesta más en lo financiero que en lo castrense, se unió a las sanciones a entes rusos.
Alemania, acosada por su pasado militarista nazi, ha sido por décadas reacia al gasto castrense. Pero el canciller Olaf Scholz decidió la semana pasada aumentar el gasto defensivo a 2% del producto interno bruto.
La OTAN hasta hace no mucho había sido sacudida por la presidencia aislacionista de Donald Trump y por inquietudes europeas de una defensa más autónoma. Una Rusia descarriada y que nadie podrá enfrentar en solitario la ha vuelto a cohesionar.
Cabe esperar que esta OTAN fortalecida, y sus aliados, se mantengan en los próximos años en una alta tensión permanente con Rusia. Sobre todo por el destino de Europa Oriental, donde chocan.