A partir del año 2018, el gobierno de Daniel Ortega en Nicaragua dio un giro hacia el autoritarismo particularmente rápido y brusco. Reprimió protestas a sangre y fuego (con saldo de cientos de muertos), encarceló a candidatos presidenciales opositores y clausuró medios de comunicación críticos.
Alejandro Armas/El Político
Pero por años contó con el silencio de buena parte de los gobiernos de Latinoamérica ante todos estos abusos. Sobre todo de aquellos en manos de una izquierda que sigue viendo en la Revolución Sandinista de 1979 un hito glorioso.
Pero luego de la expulsión de dos centenares de opositores prominentes del país y el despojo de su ciudadanía nicaragüense la semana pasada, eso cambió. Varios gobiernos izquierdistas en la región reaccionaron apoyando a los desterrados y hasta denunciando la medida. ¿Por qué ahora y no antes? Veamos.
El peso de los notables
La larga lista de nicaragüenses condenados al ostracismo incluye a destacadas figuras artísticas e intelectuales, como los escritores Sergio Ramírez y Gioconda Belli. La persecución de este tipo de personalidades siempre llama la atención más que la de ciudadanos comunes. O incluso que la de dirigentes políticos. El prestigio intelectual las hace más, aunque suene injusto, “fascinantes”.
Una dictadura afín a su par nicaragüense, Cuba, lo pudo verificar por experiencia propia. La Revolución Cubana fue aplaudida por buena parte de las elites intelectuales y artísticas del mundo, en una época cuando el marxismo predominaba entre estas. Pero cuando el gobierno de Fidel Castro arrestó al autor Heberto Padilla, acusándolo de escritos “contrarrevolucionarios”, varios de los miembros de dichas elites repudiaron el hecho enérgicamente. Para algunos, marcó el fin de su simpatía hacia el régimen castrista.
Ortega pudiera entonces estar experimentando su “momento Padilla”. Los gobiernos de México, Colombia, Argentina y Chile, todos de izquierda, ofrecieron asilo y ciudadanía a los nicaragüenses exiliados. Bogotá y Santiago fueron más allá, repudiando expresamente la arremetida de Ortega contra los disidentes.
No es tan sorpresivo que el presidente chileno Gabriel Boric tenga semejante gesto, pues ya había criticado el autoritarismo de Ortega antes. En cuanto a Colombia, se debe tener en cuenta que el país tiene disputas de soberanía marítima con Nicaragua de larga data, por lo que pudiera ser una oportunidad para atacar la reputación de un Estado rival. Pero aun así el patrón de apoyo a las víctimas es notable.
Simbolismos insuficientes
La inusual oleada de críticas que está recibiendo el gobierno de Ortega, incluso desde la izquierda, son indicio de que pudiera convertirse en un Estado paria en la región. O incluso entre las democracias del mundo.
Pero esto no tiene de ninguna manera que marcar el principio de su fin. Para empezar, dar cobijo a sus adversarios y emitir notas de protesta son solo afrentas simbólicas para Ortega, que no comprometen su ejercicio del poder. En todo caso, el mismo pudiera verse debilitado por sanciones económicas multilaterales, cosa que no está sobre la mesa por los momentos.
E incluso si ocurriera, su gobierno nicaragüense pudiera ampararse en el respaldo de potencias autoritarias como Rusia y China, a las que no en balde lleva años cortejando. Eso fue lo que en parte permitió a otro de sus amigos, el régimen chavista de Venezuela, sobrevivir a las sanciones que pesan sobre sí desde hace varios años.
De nuevo el caso cubano es ilustrativo. Pese a la pérdida de respaldo entre elites intelectuales, el arresto de Padilla incidió poco en la geopolítica en torno a la isla. Ya Castro era visto como enemigo por buena parte de los gobiernos latinoamericanos conservadores de la época, pero lo compensaba con el apoyo firme de la Unión Soviética. Y ahí sigue el castrismo, más de medio siglo después.