Como en toda disciplina científica, en el estudio de las relaciones internacionales hay distintas tradiciones y escuelas. Se les llama “paradigmas”. Aunque no sean los únicos, tres de los mayores paradigmas de las relaciones internacionales son el realismo, el liberalismo y el constructivismo.
Alejandro Armas/El Político
Estos paradigmas compiten en la explicación de los variados fenómenos entre Estados, y la invasión de Rusia a Ucrania no es la excepción. Esto es importante porque entender las razones de Vladimir Putin para ordenar la agresión pudiera llevar a la identificación de medidas para persuadirlo de que recule.
Veamos cómo explica cada uno de estos paradigmas la decisión del Kremlin.
¿La cruda “realidad”?
Muy en resumen, el paradigma realista sostiene que todos los Estados privilegian su propia seguridad y desconfían los unos de los otros. Ergo, los más fuertes siempre buscan zonas de influencia que les sirvan como defensa ante otros Estados poderosos.
Este es el paradigma más afín a la justificación de las acciones de Putin. Algunos realistas consideran que Estados Unidos y Europa actuaron de manera imprudente cuando incluyeron en la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) a países que Rusia considera parte de su esfera de influencia. Ven la invasión como una reacción natural para evitar que la OTAN se siga expandiendo.
Pero otros dentro de esta misma escuela disienten. Paul Poast, profesor de la Universidad de Chicago, sostiene que era inevitable que Rusia tratara de reafirmar su dominación de Europa Oriental tras el fin de la URSS. Influencia indeseada en la zona, que motivó a esos países a pedir su ingreso en la OTAN, a veces pese a las reservas de quienes ya eran miembros.
Ucrania simplemente estaría siguiendo ese patrón, aunque de forma más tardía. En efecto, hasta 2014 la mayoría de los ucranianos se opuso a que su país se uniera a la OTAN. La tendencia se revirtió a partir de aquel año, cuando Rusia arrebató Crimea a Ucrania.
La amenaza democrática
Los internacionalistas liberales cuestionan el foco del realismo en la geopolítica y la fuerza bruta. Se inclinan por una visión moral que ensalza cooperación internacional, las organizaciones multilaterales y la expansión de la democracia por el mundo.
En este paradigma, Putin no es más que un déspota que se opone a esa expansión porque la considera peligrosa a su propio régimen autoritario. Después de todo, entre menos gobiernos haya preocupados por la democracia y los Derechos Humanos, el suyo será menos repudiado y sancionado.
Esa inquietud del Kremlin es particularmente fuerte cuando se trata de países geográfica y culturalmente próximos a Rusia, como los demás de la antigua URSS. La ciudadanía rusa tiene a esas otras naciones en sus narices y puede ver su desarrollo político con facilidad.
En tal sentido, Ucrania ya ha logrado dos cambios de gobierno mediante protestas (en 2005 y 2014). En ambos casos, las manifestaciones fueron en contra de políticos que favorecían los vínculos con Rusia por encima de Occidente. Putin pudo haber tomado nota de esas protestas y temido que se repliquen en Rusia. De ahí su decisión de asegurarse de que los ucranianos también queden bajo su poder.
Ajuste de cuentas
Por último el paradigma constructivista plantea que elementos sociales y culturales desarrollados a lo largo de la historia influyen en las relaciones internacionales. Si una idea se arraiga fuertemente en la población, o un sector importante de la misma, los líderes pueden hacerla propia y actuar en consecuencia en el ámbito foráneo. Crean en ella o no.
Esta idea fija, en el caso de Putin y sus seguidores, es la restauración del papel de Rusia como superpotencia mundial. También como país dominante en el mundo eslavo y en partes aledañas de Asia.
Para quienes piensan así, Rusia fue humillada a finales del siglo pasado tras la caída de la URSS y la victoria de Estados Unidos en la Guerra Fría. Ahora le corresponde a un líder como Putin reivindicar el país, demostrando que sí puede resistir y repeler las ambiciones de sus rivales.
Putin tendría entonces el deber de mantener a Ucrania bajo dominación rusa, como ha sido desde el siglo XVIII, cuando Rusia se consolidó como potencia europea. El acercamiento ucraniano hacia Estados Unidos y sus aliados sería otra humillación, que habría que evitar a toda costa.