En Brasil comenzó la cuenta regresiva de año para las elecciones presidenciales que se celebrarán en octubre. Al presidente actual, Jair Bolsonaro, se le ve agitado cuando habla de estos comicios, de los que depende su permanencia en el Palácio do Planalto por cuatro años más.
Alejandro Armas/ El Político
En un tenor parecido al de Donald Trump, Bolsonaro lleva largo tiempo cantando fraude por adelantado y despotricando contra el sistema electoral de su país, a pesar de que es exactamente el mismo que le dio la presidencia en 2018.
Al revisar las encuestas, se entiende la razón de esta actitud. Una de la firma Datafolha halló en septiembre que 53% de los brasileños desaprueba la gestión de Bolsonaro. Un repunte con respecto al 51% detectado en julio. El descontento ya se está proyectando hacia las urnas.
Esta semana un sondeo de Genial y Quaest dio a Bolsonaro una intención de voto de solo 31% frente al 53% del expresidente izquierdista Luiz Inácio Lula da Silva.
¿Qué le pasó al Presidente? Hace cuatro años tuvo un ascenso espectacular, luego de décadas como un diputado ruidoso por sus ideas de extrema derecha, pero marginal. Fue ese estatus lo que le permitió transformarse casi de la noche a la mañana en un fenómeno de masas.
Ocurrió justo cuando la población brasileña estaba harta de la corrupción de la clase política tradicional, incluyendo la del Partido de los Trabajadores que Lula encabeza. ¿Cómo es que se voltearon las cosas? Veamos.
Un capital político desperdiciado
Es difícil tener una idea de cómo le hubiera ido a Bolsonaro de no ser por el coronavirus. Sin duda su gobierno no es el único que se ha visto golpeado por las consecuencias del flagelo. Pero Bolsonaro se encargó personalmente de que las cosas fueran innecesariamente mucho peores.
Su lista de acciones poco recomendables en el contexto de una pandemia letal es bastante larga. Decidió ir hasta el fondo con el papel de líder populista que desestima la ciencia detrás del combate al covid-19 como cosa de elites alarmistas, manipuladoras y fuera de sintonía con un pueblo llano que prefiere seguir con su vida como si nada.
Así, pues, Bolsonaro desde un principio objetó los cierres por cuarentena que los gobernadores de estados en Brasil sí decretaron. Desdeñó el uso del tapaboca. Se ha negado hasta ahora a vacunarse (un ejemplo que se espera de cualquier jefe de Estado para alentar a los escépticos). Ni siquiera después de contraer el virus él mismo cambió estos pareceres.
Múltiples especialistas señalan la negativa de Bolsonaro a tratar la pandemia como la catástrofe que es por los estragos que la misma ha tenido en Brasil. Al momento de escribirse estas líneas, Brasil, acumula casi 600 mil muertes por coronavirus.
Solo EE.UU. ha tenido una cifra de fatalidad más abultada. Si bien la población brasileña es enorme y no se trata de un país muy desarrollado, esto no explica del todo tal calamidad. En la India, otra nación en vías de desarrollo con una población más o menos cinco veces la de Brasil, ha habido 450 mil decesos por covid-19.
El manejo excepcionalmente negativo de la crisis sanitaria por Bolsonaro sería una de las causas en el desplome de su popularidad.
Pero hay otros. La economía tampoco está en forma, a pesar de que lo contrario era uno de los beneficios que el Presidente esperaba a cambio de saltarse las convenciones de prevención de la enfermedad.
En agosto, por ejemplo, el desempleo cerró el segundo cuarto de 2021 en 14%, una proporción históricamente alta. De acuerdo con un estudio del Instituto Brasileño de Economía, divulgado por Globo, la inflación anualizada en julio fue de 9%. Es decir, la más alta en América Latina después de Venezuela, Argentina y Haití.
Asimismo, en junio la Red Brasileña de Investigación para la Soberanía y Seguridad Alimenticia y Nutricional estimó que 19 millones de brasileños pasa hambre. En 2018, cuando Bolsonaro fue electo, esa cifra era de 10,3 millones.
“Roban, pero…"
Así como es difícil especular sobre la suerte que Bolsonaro hubiera tenido si el covid-19 no existiera, también cuesta imaginar las encuestas si Lula siguiera preso e inhabilitado. Pese a la impopularidad de Bolsonaro, su predecesor es el único que lo aventaja en los sondeos.
El de Genial y Quaest pone al centroizquierdista Ciro Gomes en un distante tercer lugar (13%). Peor aun está Eduardo Leite (5%), del Partido de la Socialdemocracia Brasileña (organización del expresidente Fernando Henrique Cardoso).
Cuando Lula salió de la presidencia en 2010, era inmensamente popular y todo indica que decenas de millones de brasileños recuerdan su gobierno como una suerte de edad de oro.
Antes, el gobierno de Cardoso había estabilizado la economía luego de la hiperinflación y la pobreza exacerbada de principios de los 90. Con Lula, el producto interno bruto tuvo un crecimiento espectacular, empujado por el boom de los commodities. Millones de brasileños salieron de la pobreza.
Los buenos tiempos no duraron mucho, claro. Pero fue a Dilma Rousseff, delfín de Lula, a quien le estalló la crisis en 2014. Una crisis que acabó arrastrándola hasta su destitución por el Congreso.
Coincidió de paso con las investigaciones de la Operaçao Lava Jato que expusieron la corrupción de buena parte de la clase política brasileña, incluyendo la del partido de Lula y Rousseff.
El propio Lula fue acusado por un vasto esquema de sobornos en la estatal de hidrocarburos Petrobras y en la constructora privada Odebrecht. Estuvo incluso tras las rejas entre 2018 y 2019. La anulación de su condena no desmintió los señalamientos en su contra.
Simplemente alegó que el tribunal que la emitió no tenía competencia. Así que Lula sigue salpicado, pero eso no ha impedido que emerja como favorito para las elecciones de 2022.
A menudo, los ciudadanos de un país son más tolerantes con la corrupción de las elites políticas si dichas elites son asociadas con períodos de prosperidad generalizada. Pasó por ejemplo en Venezuela con el primer gobierno de Carlos Andrés Pérez (1974-1979). Pese a casos de mal manejo de finanzas públicas en dicha gestión, Pérez ganó cómodamente las elecciones de 1988. Eran tiempos de vacas flacas y la gente quería volver a la “Venezuela saudita” de los 70.
Ya lo dijo Francisco de Quevedo, el gran poeta español del siglo XVII: “poderoso caballero es Don Dinero”. Si los votantes sienten que su bolsillo está lleno o pudiera volver a estarlo de la mano de un líder, a veces miran hacia otro lado cuando a este lo denuncian. Si Bolsonaro no logra mejorar considerablemente la calidad de vida de los brasileños en un año, su rival pudiera sacar bastante provecho de esta ley informal.