El silencio de la selva se va instalando antes de las 6 de la tarde. Esta noche de agosto podría ser igual a una de las últimas 19.081 noches en las que las armas no han dejado de traquetear desde ese miércoles 27 de mayo de 1964, cuando nacieron oficialmente las Farc.
La tropa de la Brigada Móvil 1 nos acogió en algún punto de Río Perdido, en medio de las selvas de La Macarena, donde ha librado duras batallas contra la guerrilla y contra la selva misma. Allí, en una década de conflicto, 14.225 soldados enfrentaron la leishmaniasis; algunos hasta cinco veces. Sus orejas, tabiques y extremidades carcomidos por la enfermedad son testimonio vivo de lo agreste que fue el campo de confrontación.
Ha pasado solo un día desde el anuncio del fin de la negociación del acuerdo de paz en La Habana y el sentimiento entre los uniformados es de victoria. Tal vez es lo mismo que están sintiendo los guerrilleros en sus campamentos, muy cerca de allí. Aún cuesta creer que hasta hace pocas semanas estos militares solo pensaban en cómo no dejarse emboscar, en cómo emboscar a sus enemigos, en cómo no pisar una mina.
“Ahora tenemos un 90 por ciento de probabilidades de volver vivos a casa. A partir de mañana solo nos tenemos que defender de la selva. ¿Eso no es una buena noticia?”. Lo susurra el soldado Vargas, quien, no obstante saber que supuestamente ya no hay fuego, se comporta como si estuviera en medio de una operación. “¿Y es que uno se puede sacar la guerra de la cabeza de un día para otro?” No; para quien fue combatiente, de un lado o de otro, será un largo proceso.
Por eso, la Fuerza de Despliegue Rápido (Fudra), bajo el mando del general Juan Pablo Forero Tascón, ha trabajado todo este año en la psiquis de los soldados, porque para silenciar el fusil también hay que entrenar.
Todos los días, los comandantes de esta unidad élite del Ejército –creada en 1999 para enfrentar al aparato militar más poderoso que tuvieron las Farc, el bloque Oriental– le recuerdan a la tropa que sin su trabajo habría sido imposible iniciar una negociación con la guerrilla.
Ellos mismos, los soldados, lo recalcan cuando se les pregunta sobre la paz. En plena caminata, buscando un lugar donde acampar, reflexionan en charlas esporádicas.
“Cuando podemos ver noticias, escuchamos a la gente pelear por el tema de la paz. No entienden que también han aportado a este momento y de una manera significativa, porque con los impuestos que ellos pagan nosotros hemos podido hacer nuestro trabajo, que fue defender al país combatiendo a un enemigo, hasta llevarlo a negociar. Entonces, ¿por qué no se sienten parte de esto?” El argumento sale de la cabeza de un soldado profesional que lleva 15 años durmiendo en el monte, lejos de su familia. Jiménez lo único que quiere es saber qué se siente dormir una sola noche sin pensar en la emboscada de la guerrilla o en las piernas y los testículos destrozados de sus compañeros. En sus propias piernas y testículos.
La luz se extinguió y nos quedamos sin armar nuestro cambuche para dormir. Entonces pienso en Ingrid Betancourt, Consuelo González de Perdomo y Clara Rojas. En las mujeres secuestradas por las Farc, en las mismas guerrilleras. ¿Cómo hicieron para soportar tantos años el acecho de una manigua que parece no tener compasión con nadie? Esa selva también debe de estar feliz de que los humanos no sigan revolcando sus entrañas y dejando allí cartuchos y municiones, trozos de bombas, desperdicios y residuos; tantos cuerpos y vidas.
Aunque hay cese del fuego, el mejor lugar a la hora de guindar la hamaca para pasar la noche es cerca del enfermero de combate. Él, Giovanni Ladino, ha salvado decenas de vidas, pero también tuvo que cerrar los ojos de muchos de sus compañeros. Dice que hizo hasta lo imposible para mantenerlos respirando mientras llegaba el helicóptero para evacuarlos, la mayoría de las veces en medio del combate, pero las minas letales, sembradas por el adversario, no les daban mayor chance.
“Siempre quise sacarle el mejor provecho al sacrificio de estar aquí, lejos de mi vieja. Y lo hice. Tengo más de 35 videos, que grabé con mi celular, de los animales más exóticos y peligrosos: anacondas, arañas, pájaros multicolores, tigrillos… Cuando cesaba el combate, ese era mi entretenimiento”. El enfermero Ladino habla pausado de su afición a la fotografía mientras afina los nudos de la hamaca militar. Me advierte que si quiero orinar a medianoche, sacuda los zapatos antes de meter los pies porque ese es el sitio favorito de las arañas y los alacranes.
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O que si necesito algo del morral primero lo sacuda, porque allí suelen enchiparse las serpientes. Para un citadino, esas palabras son el mejor aliciente para el insomnio; para estos soldados, son parte del día a día.
Precisamente, Ladino recuerda que cuando entraron a las selvas del Meta, por el río Guayabero, buscando a los jefes del bloque Oriental de las Farc, un porcentaje significativo de bajas no era causado por los enfrentamientos, sino por las picaduras de reptiles, arácnidos o temblones (pequeñas anguilas eléctricas).
Pero otra cosa eran las mañanas y las noches de guerra.
El combate
Cárdenas es un soldado de 1,82 metros de estatura. Además de su equipo, que pesa 25 kilos, carga una ametralladora M-60, dos cananas terciadas y una tonelada de calma. La fue moldeando con cada emboscada, cada ataque, cada enfrentamiento, cada amigo caído. No se lamenta de la guerra o de las condiciones del terreno. Sabía a qué se enfrentaba cuando dejó el rancho de sus padres en el Urabá antioqueño, una mañana de diciembre del 2000, y se enlistó en el Ejército.
“Cuando entré a la Escuela de Soldados Profesionales, el anhelo era llegar a la Fudra. Todos sabíamos que allí estaban los mejores apoyos y se concentraban las operaciones más importantes, pero, sobre todo, que era una unidad de respeto”, señala. Y así fue: en la Fuerza de Despliegue Rápido lo recibió la Guerra, en mayúscula y con todos sus rigores. En estos años perdió a más de 30 colegas, que le duelen mucho, pero le pesa más no haber estado al lado de su esposa cuando dio a luz al único hijo que tienen.
“Hemos visto morir a tantos compañeros, pero queda la conciencia tranquila de que su sacrificio y nuestro trabajo permitieron llegar a este momento. No sabemos si el país nos lo reconozca, pero fue nuestro aporte y lo hicimos de la mejor manera”, recalca con la misma tranquilidad con la que cargó su ametralladora para disparar la última munición que le quedaba el 23 de marzo del 2005, al mediodía, cuando en esas mismas selvas él y 38 militares más quedaron a merced de por los menos 300 guerrilleros del segundo anillo de seguridad del ‘Mono Jojoy’.
Ese día, los helicópteros artillados de la Fuerza Aérea les salvaron la vida por fracción de segundos. Otro día de gloria y dolor: coparon y destruyeron un campamento central de las Farc, pero perdieron a siete compañeros.
En nuestras charlas, cada soldado recuerda un momento crítico en todos estos años de confrontación; recuerdan al amigo que no pudieron salvar, la anécdota jocosa, al comandante “lepra”, al soldado mañoso, al estudioso, al poeta o al cantante, al que cocina como un chef profesional… Y las largas noches en las que solo pensaban: “¿Cuándo acabará esto?”.
Se preguntan qué militar ha tenido la oportunidad de ver nacer a sus hijos y morir a sus padres. Y ellos mismos se responden: ¡Ninguno!
Ahora saben que su mayor reto será cuidar a quienes combatieron hasta hace unas semanas. Y eso no les disgusta ni los atormenta. Lo único importantes es que lo acatan. “Es el reto más grande que he tenido que asumir en 16 años, porque es más fácil matar que cuidar la vida. Y es una prueba para demostrar que no somos violadores de derechos humanos, como nos quiere estigmatizar un grupo de personas –subraya González–. Algunos de nuestros comandantes y compañeros se equivocaron. Hicieron cosas malas. Pero qué injusto es que nos quieran meter a todos en el mismo talego. Le demostraremos al país que somos capaces de garantizarles la vida a los hombres y mujeres que fueron nuestros enemigos”.
Los micos y los pájaros anuncian que la madrugada llegó a la selva. No es fácil saberlo porque los árboles no dejan pasar los rayos del sol. Los soldados de la Fudra se levantan y siguen preparándose para la operación más importante de su misión como militares: silenciar sus fusiles y cuidar a las Farc.
Con información de El Tiempo