Unos 400 ciudadanos venezolanos, con esperanzas de salir adelante, se refugian en una cancha en Sevilla, Cúcuta, publica La Opinión.
Santiago sabe muy poco del mundo y de la vida, a pesar de que le han enseñado tanto como a todos los que revolotean junto a él. Hasta ahora, su cerebro solo ha podido asimilar el ruido. Lo demás en él es instintivo…
Desde donde permanece, su realidad son piernas que soportan amarguras, flaquezas, decepciones, dudas, recuerdos, rabia incontenida y maldiciones, pero sobre todo sueños rotos. Decenas de piernas que van y vienen y pasan casi sobre él.
Son casi las 10 de la noche y hay silencio en el Hotel Caracas.
Entonces, él despierta y su leve gemido bajo la verduzca sábana manchada y pisoteada que lo envuelve alerta a quienes están cerca. El hombre junto a él sigue durmiendo. El ruido retoma forma, y Santiago duerme de nuevo. Parece que nada le preocupa, pues duerme despernancado. A pierna suelta, dicen.
Todos saben que tiene fiebre. Dos noches atrás, un aguacero de leyenda hizo del lugar una piscina techada, y hasta él se mojó. Pasó la noche en brazos de uno y otro y otro, en el centro de un apiñado grupo de 400 personas que hacía lo imposible por superar el pequeño cataclismo causado por la lluvia.
Esa noche, todos los huéspedes actuaron como los elefantes en peligro: formaron en círculos concéntricos, de los más viejos a los menos, y en el centro pusieron, para protegerlos, a los 14 críos que antes dormían sobre el duro y tibio cemento de la cancha de baloncesto de Sevilla.
Así es el Hotel Caracas —Nada tienes, nada empacas—, como proclama el barinés Luis Narváez, cincuentón bajo y mucho más flaco de lo que debió ser hace un año, astuto y hablador, que todo lo advierte y todo lo sabe de la gente que copa ese infame refugio de venezolanos sin papeles, pero con esperanzas.
En la mañana, el calor secó el piso. Ya en la noche muchos estaban resfriados y moqueaban y tosían y estornudaban. Santiago entre ellos. Tener cinco meses de edad no es garantía de inmunidad contra virus y bacterias que viven en estado de felicidad en la mugre y el abandono y la comida descompuesta.
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Está allí desde hace un mes junto a su madre, Patricia Flórez, y de un hombre hosco que no pronuncia palabra. Solo mira…
Diez centímetros más acá, 24 horas antes estuvo Marielena Cunha, de 27 años, hija de un portugués repartidor de diarios en Cumaná. No sabía si estar triste o feliz o “qué coño sentir”.
Al comenzar diciembre, la pareja caliche (caleña) que conoció cinco años antes en el Parque Nacional de Canaima la invitó a viajar a Cali con su padre, para darles empleo. Su madre, a quien no recuerda, partió una tarde en lancha desde Puerto Ordaz con una maleta roja y un bolso azul terciado. “Sin duda perdió el cupo de regreso, porque jamás volvió”, dice por decir.
Trabajaba en una de las últimas empresas de turismo que quedaba en Canaima, uno de los lugares más espectaculares del planeta. Manejaba la comunicación con el único helicóptero cuando llevaba turistas a la cima del Auyantepuy para ver de cerca el abismo al que el río Kerepakupai Vená se lanza suicida, para terminar un kilómetro más abajo convertido en una orgía de arcoíris y frescura.
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“La caliche me invitó a subir. Yo estaba desesperada: en dos días quedaría sin empleo”, recuerda. “Tenía la intención de suicidarme. Por eso, escribí en un papel una protesta contra el gobierno de ese care’verga (el presidente provisional Nicolás Maduro) y lo puse allá, tú sabes, allá donde solo lo puede encontrar un médico legista”.
Pero se arrepintió y ni siquiera subió a la nave. Desde La Habana, Hugo Chávez pedía comprensión y sacrificio, y “desde Caracas, el care’culo repetía…”
“Todo lo hubieran tergiversado… Imaginé un discurso del chofer presidente diciendo que yo me había sacrificado para exigir respeto internacional por la patria de Bolívar…”, escupe palabra por palabra. “Muerta, como estaba, hubiera vomitado y muerto otra vez”.
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Esta noche, su lugar lo ocupa Bernardo López, esmirriado y vivaz técnico de refrigeradores neveras que salió espantado de Barquisimeto un mediodía de noviembre cuando vio a sus vecinos matar el perro para el almuerzo de los hijos.
Desde entonces, llora en silencio. Es su oficio. Como el de la trujillana Gladis Sue es hacer grandes esfuerzos para que en su garganta no se forme el nudo que al comienzo no la dejaba pedir trabajo, comida, ayuda, lo que fuera.
“Eso es muy duro, y más, cuando la respuesta es ‘veneca hijueputa, regrese a su país de mierda’… Es una humillación eterna de quienes un día estuvieron en ese que llaman país de mierda haciendo dinero y viviendo de nosotros…”, advierte y no señala sino que dispara con su índice: “estas ofensas, estas humillaciones no las olvidarán ni los hijos de los hijos de mis hijos… Somos seres humanos en estado de necesidad, somos gente buena —aunque también hay gente mala—, en busca de no morir de hambre. Ni siquiera buscamos comida, necesitamos trabajos, los que sean, y respeto”.
—Sí, que nos respeten, que nos den trabajo, que nosotros ponemos lo demás…
Es Dialismar Rojas y llegó en la tarde con su madre embarazada. “Somos siete niños… El problema es que ni en San Cristóbal ni en toda Venezuela hay pastillas de control; toca con gorrito, pero eso es muy caro”, pontifica como adulta desde sus 11 años. “Como puede ver, acá hay varias señoras preñadas… sí, señor, y si los gorritos son caros allá, acá son mucho más”.
La escolta un gigante en camiseta negra que trabajó como ingeniero de petróleos con el Estado, hasta cuando se dio cuenta de que su salario del mes solo le alcanzaba para comer un día.
Cerca, hablan Antonio Losada, un ingeniero de telecomunicaciones que trabajó con la telefónica estatal Cantv y terminó vendiendo refrescos de malta en las ardientes calles de Cúcuta, y Santiago Gómez, ingeniero electrónico que salió de la petrolera Pdvsa y no sabe qué puede hacer en Colombia.
“Nada, mi vale, nada, tú no tienes papeles, tú nada vales”, le explica Adalis Vergel mientras trata de adecuar su brasier evidentemente pequeño bajo una blusa más pequeña aún que le regaló la mujer de una casa que una vez le prestó el baño de su casa en el clímax de su agonía fisiológica. “Mi cuñado era abogado, y terminó como mototaxista en Tucupita. Un día se vino, pero no pudo legalizar su título, porque el gobierno allá no facilita las cosas, para evitar quedarse sin profesionales”.
Llega una pareja joven con su vida en dos bolsas de plástico negro. En medio de la desconfianza que acompaña al inmigrante, buscan “una suite, o al menos un cuarto sencillo, pero con vista a la calle”.
El silencio les responde, y Santiago despierta gimoteando. Solo duerme cuando siente ruido.
La pareja está incómoda. Alguien les sugiere la buseta, “por si están muy apurados”, solo que hoy no está en el sitio acostumbrado.
Su chofer descubrió cómo ganar unos pesos extras alquilando por ratos en la noche la banca trasera. Por 2 mil pesos, que casi siempre le pagan en monedas, las parejas se encierran allí para olvidar el trajín y el cansancio del día. Que salgan exánimes y vayan a rastras hasta su sitio en la pista es parte del precio por un acto que de ordinario es privado, aunque sea en un bus y no se desnuden.Y menos, si hay niños…
Orlando Gamboa
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Editor General de La Opinión