A las 6 de la mañana suena el despertador. Aldo Alexander Pusticcio Vallejo y su esposa se levantan; aunque ya es de día, el sol aún no perfora el gris del cielo en Mosquera (Cundinamarca). Ella, con ocho meses de embarazo, debe ir pronto a su trabajo, donde se desempeña como asistente administrativa, él se ofrece a acompañarla en su bicicleta.
Al regresar, Aldo empieza a organizar sus hojas de vida. El día debería tener más de 24 horas -piensa- porque desde el 16 de septiembre del 2016 no puede encontrar un empleo. Tras abandonar su país, este venezolano -hijo de una colombiana- de 27 años se ha levantado cada día, durante los últimos siete meses, con la ilusión de obtener un trabajo que le permita empezar su vida en Colombia.
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Aunque es egresado de la Universidad de Margarita (Venezuela), en Colombia ha sido mesero, asistente en una veterinaria y hace lo que sea para conseguir dinero y ayudar a su esposa con los gastos. Ella es la única que cuenta con un salario fijo.
Aldo es robusto, tiene una sonrisa amplia y es moreno; procura no dejarse llevar por las preocupaciones, pero las uñas de sus manos son el reflejo de las horas en que solo piensa en la bebé que viene en camino. En las tardes, Aldo sale en su bicicleta para entregar sus hojas de vida, también la usa para desplazarse cuando lo llaman a alguna entrevista. Eso le ahorra hasta 12.000 pesos diarios.
“Con las temporales no hemos tenido suerte, parece que no sirve nuestra experiencia acá en Colombia. En todo este tiempo he trabajado dos veces en lugares donde no alcanzo a completar ni dos meses”, señala Aldo.
De tanto intentarlo con oficinas de empleo, Aldo Alexander ha tomado la decisión de buscar a los dueños de las empresas, pues considera que exponiendo su caso obtendrá una mejor respuesta.
Su apartamento, de un poco más de 50 metros cuadrados, cuenta con un comedor, dos muebles, una cama, nevera y un colchón. En la casa vive también su cuñado. Todo, hasta su bicicleta, han sido préstamos o regalos de las personas que asisten a su misma iglesia.
“Yo salía de trabajar (en Venezuela) a las 5 de la tarde, de ahí me tocaba buscar un supermercado y hacer una fila de hasta tres horas para conseguir alimento. Tuve que decidirme a venir a Colombia”, cuenta.
La bebé que viene en camino es la ilusión de este venezolano, su motor, lo que lo mueve. Trata de no entrar en desesperación. “Yo he tocado puertas, he enviado correos y busco visibilizar la situación en mi país; pero, sé que suena duro, parece que fuéramos invisibles en este país”, asegura.
Al final del día, Aldo se va a la cama con su esposa, saben que tienen que vivir con lo justo y lo han logrado, pero asegura que una y mil veces era mejor arriesgarse a esto que seguir en Venezuela.
‘Me gustaría volver en algún momento’
Nunca deja su sonrisa. Es como su sello personal. Habla fluido, con mucha propiedad, y en su léxico mezcla algunos americanismos con su castellano nativo. Emana seguridad y solo cuando recuerda la situación política y social actual de su natal Venezuela, su gesto de alegría se desdibuja un poco. No es pena, es nostalgia de lo que fue y hoy ha dejado de ser.
“Extraño los viejos tiempos. Ahora parece que viviéramos en un entorno de supervivencia”, sentencia. Respira un poco. Piensa. “Me gustaría volver a mi país en algún momento, cuando las condiciones sean óptimas en todo sentido”, dice.
En la zona empresarial de la 100, en el sector de Chicó Norte, en Bogotá, Daniel Iribarren Torres tiene la oficina de Metropolitan Urban Media, su empresa, una de publicidad exterior, interactiva y digital. Yellow Media es el producto insignia de ésta y consiste en la instalación de monitores ‘touch screen’ en taxis de alta gama, ubicados, básicamente, en el aeropuerto El Dorado. “Vendemos publicidad en estos dispositivos”, acota. Al frente de la sede de su compañía, tiene su hogar.
Daniel nació hace casi 43 años, en Valencia (Carabobo), el 21 de mayo de 1974. Vivió mucho tiempo en Caracas, y trabajó en varias multinacionales. Hace 2 años y 8 meses está en Colombia, mismo tiempo en el que lleva funcionando su empresa.
Llegó desde el vecino país de la mano de ProColombia. Y junto con los hermanos Gregorio y Germán Álvarez, sus compatriotas, sus socios y quienes trabajan en Medellín, la otra sede que tienen.
Me gustaría volver a mi país en algún momento, cuando las condiciones sean óptimas en todo sentido. Las garantías económicas y políticas no las encontraron en Venezuela, y tampoco las tecnológicas. La decisión de irse fue personal y económica. Ahora, invierten aquí y generan empleos: 15 directos y alrededor de 30 indirectos.
“No teníamos un futuro atractivo en nuestro país: en Venezuela, los temas para las empresas son de mantenimiento y aquí en Colombia son de crecimiento”, comenta. “Hay problemas de fugas de talentos, de suministros y de inflación, entre otras, que no darían rentabilidad”, añade.
Daniel expone el amor que le siente a su país, pero también que trabaja para tener cierto estilo de vida y garantías que allá no le podían ofrecer. Describe que se dio cuenta que las inversiones y el sacrifico que podría llegar a hacer no tendrían mucho sentido y que era momento de habuscar nuevos horizontes.
Siempre tuvo fe en Colombia, y la ratificaba día a día con una teoría personal: “este país pasó por etapas difíciles, pero el empresario local no se quedó dormido, innovó y desarrolló industria muy competitiva, fuerte y grande”; mientras que en su tierra natal, afirma, las empresas nacionales están en decadencia y las inversiones en publicidad (su negocio) se han reducido prácticamente a nada.
En este momento vive feliz, y con mucho trabajo. Le encantan Bogotá, Medellín y Cartagena. Le gusta salir a restaurantes de comida asiática y colombiana, y a socializar con sus amistades. También es amante del arte y los museos.
Destaca que el país que lo acogió “pareciera tener muchos países en uno, pues la idiosincrasia, en cada región, es distinta”.
Actualmente, Metropolitan Urban Media trabaja con publicidad en 800 taxis, en sus dos sedes. La meta, a mediano plazo, es llegar a Barranquilla, Cali y Bucaramanga, y a 5.000 vehículos amarillos.
‘Dejar a mis hijos fue lo más difícil’
Dice que esta labor es para personas que no conocen el miedo. Karla* una venezolana de 22 años, escucha frases por el estilo entre sus colegas cuando hablan sobre los riesgos del clandestino mundo al que se aferraron para no morir de hambre en su país.
Esta joven, que perdió a su madre por causa del cáncer, llegó hace seis meses a Cúcuta a engrosar las cifras de la prostitución en uno de las 40 casas de citas que haysobre la avenida sexta, en el centro de Cúcuta.
Una amiga de la infancia, que llevaba dos años ejerciendo la prostitución en Colombia, la convenció de entrar al negocio. Le dijo que iba a ganar el doble de dinero del que ganaba como recepcionista en una empresa de vigilancia en San Felipe, capital del estado de Yaracuy.
Karla no vaciló en aceptar la oferta. Esta mujer busca un sueldo para mantener a sus tres hijos de 5, 3 y 8 meses de edad. “Dejar a mis hijos fue lo más difícil de ese primer viaje. Los dejé en casa de unos parientes para que los cuidara”, relata.
Dos horas después de haber cruzado el Puente Internacional Simón Bolívar, que une la población venezolana de San Antonio con el municipio de Villa del Rosario, en Norte de Santander, ya la estaban llamando para trabajar en el establecimiento nocturno donde trabaja con otras 40 mujeres de su país, los ocho días de la semana, en un horario de 12 horas.
Cada 15 días viajo y llevo esos productos, con el temor de que la Guardia venezolana me decomise algo. En una jornada, esta venezolana de 1,67 centímetros, pelo corto, piel morena y caderas pronunciadas puede atender un promedio de tres clientes que pagan 36.000 pesos por 20 minutos con ella. El servicio inicia con una conversación, para luego parar a una habitación.
Karla asegura que en los seis meses que lleva trabajando como dama de compañía ha conocido enfermeras, profesoras, psicólogas, e incluso, técnicas en criminalística, entre los 18 y 30 años, que se desempeñan en este negocio “porque allá (en Venezuela) hay mucha necesidad y no quieren morir de hambre”.
En una noche de trabajo, esta venezolana puede ganar hasta 150.000 pesos. “Ese dinero lo utilizó para comprar mercado, pañales y enviar lo acordado a Venezuela para la manutención de mis hijos. Cada 15 días viajo y llevo esos productos, con el temor de que la Guardia venezolana me decomise algo. Igual, voy preparada. Si me quitan algún producto, pago para que me lo devuelvan”, explica.
Aunque no ha tenido enfrentamientos con otras prostitutas, Karla ha recibido amenazas de otras compañeras de reportar su estatus ilegal ante funcionarios de Migración Colombia.
“Nosotras no podemos vivir con miedo. Debemos ser muy cuidadosas, eso sí. Y ayudarnos mutuamente. Nunca he creído en la amistad, pero sí en la fraternidad que nos une como pueblo venezolano que está pasado la misma necesidad”, Concluye.
Vía EL TIEMPO